Barricada

El Repliegue Táctico narrado por el Comandante Carlos Núñez Téllez

En conmemoración del 43 Aniversario del Repliegue Táctico a Masaya, que se realizó el 27 de junio de 1979, proponemos a nuestros lectores el Capítulo V de «Un pueblo en armas», escrito por el Comandante de la Revolución Carlos Núñez Téllez “Roque”. Recordamos que el Repliegue Táctico fue una de las últimas estrategias tomadas por la Dirección Nacional y el Frente Interno “Camilo Ortega” al mando del mismo Comandante Carlos Núñez, junto con el Comandante Joaquín Cuadra y el Comandante William Ramírez.

Llevábamos más de 16 días de estar combatiendo en la zona oriental. A pesar de todo, los esbirros somocistas se habían visto imposibilitados de desalojarnos de las posiciones de combate, aunque a nivel interno se experimentaba agudamente los síntomas del agotamiento físico, el éxodo masivo, la intensificación del bombardeo, la escasez de las municiones y en algunos lugares, al perderse la defensa visible, el acoso del enemigo. A esta situación se agregaba el convencimiento real de que las fuerzas de los otros Frentes de Guerra no podían avanzar sobre la capital sin antes resolver la situación militar en los distintos departamentos. Por esos días urgimos otro envío de municiones y cargas de bazukas (lanza cohetes antitanques portátiles), pues los (fusiles) Fal (israelitas) se estaban quedando sin alimentación, especialmente porque el armamento que se le recuperaba a la GN (Guardia Nacional) era de procedencia norteamericana e israelí. Varios días antes, cuando en las comunicaciones radiales se había insinuado la posibilidad de una retirada, se había descartado categóricamente, reafirmando nuestra voluntad de no abandonar las posiciones que tanto esfuerzo nos había costado mantener. Porque tanto valor, tanto arrojo de los combatientes sandinistas, tanto empeño en defender hasta las últimas consecuencias las trincheras de combate, no dejaban duda de que podíamos resistir las ofensivas del enemigo. Pero luego de esos quince días, con la llegada del avión cargado de municiones, con un armamento mayor, percatados de la imposibilidad del avance de las fuerzas sobre la capital, con el agotamiento físico de nuestros hermanos, se imponía la necesidad de ser lo suficientemente objetivos y realistas para asegurar la continuidad de la lucha y garantizar la existencia de una fuerza que, precisamente por estar combatiendo en la capital, es decir, en el corazón del enemigo, había acumulado una gran variedad de experiencias, desde los combates defensivos, pasando por los combates casa por casa, hasta los combates ofensivos de carácter táctico, para expulsar de la zona de combate al enemigo. Después de la llegada del avión cargado de municiones, nos dábamos cuenta que había que tomar una decisión política, pues de no hacerlo, de todas maneras, poco a poco, iríamos cediendo en las posiciones y seríamos obligados a abandonarlas por la fuerza, exponiendo con esto la posibilidad de darle continuidad a una fuerza tan valiosa como la que comandábamos. Movidos por esta preocupación, el Estado Mayor General (comandantes Carlos Núñez Téllez, jefe, Joaquín Cuadra Lacayo y William Ramírez Solórzano) se reunió con la comandante Mónica Baltodano, Oswaldo Lacayo, Raúl Venerio y los principales jefes para analizar la situación militar y determinar así los siguientes pasos a tomar. Después de contemplar los principales elementos de la coyuntura y discutir la situación militar, la decisión de preparar el repliegue de todas las fuerzas cobró forma. El propósito principal era consolidar la zona sur-oriental, cortar la red de abastecimiento del enemigo y contribuir a un mayor fortalecimiento del Frente Sur, aún cuando tomar esta decisión significara asumir el costo político que tendría el abandono de la plaza de Managua, y que con ello, la dictadura maniobrara a nivel internacional. Pero la decisión estaba tomada, la suerte estaba echada y no había otro camino que preparar lo más cuidadosamente posible la retirada e impedir que la información llegara a oídos del enemigo. Esta decisión contemplaba: a) Llevarse todas las columnas regulares y milicianas sin revelar la operación hasta el momento indicado. b) No dejar ningún tipo de armamento al enemigo. c) Llevarse a la población civil que había quedado con nosotros para acompañarnos hasta el final.

d) Trasladar a todos los heridos. e) Realizar la marcha a pie. f) Llegar a Masaya en doce horas. En cierta manera veíamos buenas posibilidades de resultar exitoso el repliegue, de convertir a las fuerzas de la capital en una contundente fuerza móvil que, conformada como un batallón cuyo seno acumulaba todas las experiencias aprendidas durante los diecinueve días de contienda, pudiera realizar grandes operaciones de carácter estratégico para la lucha en su conjunto. Nos era fácil suponer que estos objetivos podríamos lograrlos si realizábamos exitosamente el repliegue táctico. De esta manera habríamos cumplido un doble objetivo. Por un lado, darle continuidad a las fuerzas combatientes de la capital, y por otra parte, experimentar un salto cualitativo importante dotando al Frente Sur-Oriental de una fuerza arrolladora capas de vencer al enemigo en sus posiciones con una táctica distinta: la insurreccional.

Lágrimas en los ojos de los combatientes Es difícil relatar las distintas reacciones que producen decisiones como éstas. Para el revolucionario, es muy difícil abandonar una trinchera de combate que tanta sangre nos ha costado mantener. La sola posibilidad de que en la zona de combate quedara población civil que posteriormente fuera masacrada por el enemigo, en un vano intento de presentar el repliegue como una estruendosa derrota, oprimía el estómago de cada uno de los jefes, mas todavía porque habíamos trazado la orden de no informar del repliegue hasta que éste se iniciara. A pesar de estar claros y de acuerdo con la orientación, más de uno de los jefes, como el comandante Walter Ferreti (Chombo), hubo de contener las lágrimas al comprender lo doloroso de la orden y las consecuencias de la misma. No es fácil quedarse impávido en estas circunstancias, la sensibilidad del revolucionario como transformador social, como impulsor de una causa sumamente justa y humana, es muy grande; y todo aquello que tenga que ver con el pueblo produce reacciones lacerantes que se llevan y se contienen por dentro, mientras por fuera debe demostrar suficiente coraje, decisión y firmeza para cumplir consecuentemente con su misión histórica.

No era para menos. Eran 19 días de intensa lucha en condiciones tremendamente difíciles; la población que aún permanecía en la zona de combate era la imagen viva de la disposición de quedarse a nuestro lado hasta el final; eran días y horas vividos intensamente en medio de las peores tensiones y de los más feroces combates; era la sangre de los hermanos caídos golpeando nuestros corazones desde sus gloriosas tumbas de héroes ejemplares; era una zona de combate, parte nuestra, cuya caída en manos del enemigo traería costos políticos. ¿Cómo no entender, entonces, a ese conjunto de jefes cuya calidad humana traspasaba todos los límites de preocupación por el pueblo? ¿Cómo no comprender sus angustias, sus reacciones, sus sentimientos reflejados en esos rostros duros, cansados, sudorosos, golpeados por los días del combate, si nosotros mismos, en el fondo, sentíamos lo mismo, quizás más difícilmente por las responsabilidades asumidas? Cómo no entenderlo, si en el fondo el corazón nos decía “¡quédense!” y la lógica más elemental, el deber asumido con la Dirección Nacional Conjunta (del FSLN), con nuestro pueblo, con los militantes nos decían “¡márchense!”. Y esta toma de decisiones se presentaba a 19 días del estallido de la insurrección en Managua, en una coyuntura política en que la lucha había desembocado en una guerra abierta de todo el pueblo contra la dictadura. El 9 tenía ya para nosotros una configuración de signo victorioso: un 9 de septiembre (de 1978) había estallado la primera insurrección; un 19 de julio (de 1961) se fundó el Frente Sandinista, un 9 de junio (de 1979) había estallado la insurrección en Managua; en 1979 se estaba dando la ofensiva final, 9 éramos los miembros de la Dirección Nacional Conjunta, y más adelante… un 19 de julio, en la misma fecha y en el mismo mes de la fundación del FSLN, estaríamos entrando triunfantes en la capital. La decisión se mantuvo. Pero ese gran ejemplo de los jefes y combatientes sería un recuerdo inalterable en la historia de la guerra libertaria. En plena guerra, combatiendo, venciendo y muriendo, la Patria de Sandino anunciaba el modelo de hombre que en el futuro engendraría la Revolución, la madera de revolucionario, su extraordinaria calidad humana. Porque a como lo hemos dicho, el revolucio

nario es un transformador social, la causa de los explotados y oprimidos es su propia causa, es sangre recorriendo sus arterias, carne de su propio cuerpo, y para él, nada es equiparable a la causa que defiende. Cumplir con su misión histórica equivale a graduarse de revolucionario, a escribir con la demostración de sus actos una historia, un parto doloroso, real, objetivo. Es comenzar a hacer trazos en la historia que comienza por su misma transformación individual, adquiriendo una conciencia colectiva que señala el primer orden que ocupan los intereses de las masas y lo vano y secundario de los intereses personales. En la misma guerra se destacaban los hombres del futuro, los hombres nuevos de la Patria Libre, de la Patria Sandinista. Sus lágrimas contenidas servirían para contener las nuestras y enfrentar la dureza del camino que estábamos recorriendo.

Llegar a Masaya cueste lo que cueste Cada uno de los jefes, después de recibir sus respectivas instrucciones, marchó inmediatamente a su zona de combate a preparar las condiciones para la retirada. De antemano ya se había enviado a un baquiano (explorador) para establecer la ruta por donde debían desplazarse las fuerzas revolucionarias. El 27 de junio todo era actividad febril en los cuarteles, se preparaban las armas, se distribuían las ametralladoras (calibre) 50 recuperadas a las bestias somocistas, se distribuían las cargas para las bazukas RPG-2 y las municiones para las ametralladoras (calibre) 30 y MG-42, se desmantelaba la radio y se impartían las instrucciones para la marcha. La organización del repliegue se hacía partiendo del cálculo de unas 1,500 a 2,000 personas, incluyendo a los heridos. La forma de organización del mismo era la marcha clásica de las columnas guerrilleras, compuestas así: a) La Vanguardia: comprendía los combatientes, población civil y heridos de las colonias Nicarao, 14 de septiembre, Santa Julia, Don Bosco, Luis Somoza (hoy 10 de junio), San Rafael y Rubenia. A la cabeza irían los comandantes Joaquín Cuadra, William Ramírez y Raúl Venerio. b) El Centro: compuesto por los combatientes, heridos y población civil de los barrios Ducualí, El Paraísito, El Dorado y María Auxiliadora; estas fuerzas estarían dirigidas por el Comandante Carlos Núñez, Oswaldo Lacayo y Walter Ferreti,

teniendo a la (Unidad Militar) Móvil como punta de vanguardia. c) La Retaguardia: compuesta por los combatientes, heridos y población civil de los barrios Bello Horizonte, la Salvadorita (hoy Cristian Pérez), Blandón, Santa Rosa y las fuerzas de la carretera Norte, dirigidas por los comandantes Mónica Baltodano, Marcos Somarriba, Ramón Cabrales y Rolando Orozco. El 27 de junio a las 6:00 p.m., se inició el repliegue táctico. La primera sorpresa fue la de contemplar que solamente en la vanguardia marchaban alrededor de 1,500 personas, el centro con 2,500 y la retaguardia con alrededor de 2,000 personas. A las 6:00 p.m., hora señalada por el Estado Mayor General, la vanguardia inició la marcha adelantándose para abrir camino e ir limpiando la ruta del enemigo, por si éste se presentaba; se pretendía sobre todo evitar cualquier sorpresa o una eventual masacre. A la misma hora, en la Escuela María Auxiliadora, la tropa del centro se reconcentraba y la retaguardia partía de la carretera Norte hacia el punto de reconcentración que estaba fijado de la Clínica Don Bosco media cuadra abajo. A las 6:45 el centro

comenzaba a llegar al punto de reconcentración y a las 7:30 p.m., similar ocurría con la retaguardia, cuya punta de vanguardia eran las unidades de combate de la Carretera Norte, que progresivamente pasaban llevándose a las fuerzas y población más cercanos. Como a eso de las ocho de la noche nuestra columna, dividida a su vez en columnas en cuyo centro iban todos los heridos, inició su marcha de centenares de personas, siguió hacia Rubenia, dobló en la entrada de la Colonia Primero de Mayo, buscando como bordear la (colonia) 14 de septiembre y los repartos Schick y a la vez tratando de trabar contacto con la columna de vanguardia. Detrás venía la columna de retaguardia con sus propias fuerzas, los heridos y los civiles en donde incluían hasta niños y enseres personales. La marcha se inició lenta, muy lentamente, las unidades de combate armadas caminaban teniendo como termómetro de su paso, el paso de los compañeros que cargaban con los heridos, ya que ellos a su vez tenían la orden de dejar que todos los heridos fueran en el centro de la columna y protegerlos. Avanzamos hasta el fondo de la calle de la Colonia Primero de Mayo, al llegar al final doblamos hacia arriba, como quien va hacia las (colonias)

Américas 1, 3 y 4, buscando los tanques de agua del Reparto Schick. Eran ya casi las 12 de la noche, y las columnas todavía no abandonaban la ciudad de Managua; mientras, el tiempo transcurría en ese momento de una manera vertiginosa. La columna de vanguardia no se veía por ningún lado, bordeamos los tanques, en medio del ladrido de los perros, para evitar cualquier enfrentamiento, hasta que al fin sentimos que ya íbamos a campo traviesa. Atrás quedaba la ciudad con sus luces y su silencio, atrás quedaban las trincheras como testigos mudos de los feroces combates librados; en esa zona quedaban las ruinas y las tumbas de tantos hermanos y camaradas caídos, las paradas militares con que despedimos a los jefes al momento de caer, las gigantescas barricadas que con tanto amor, coraje y entusiasmo habían venido levantando los habitantes de los barios orientales y los milicianos, los casquillos de municiones gastadas en innumerables enfrentamientos con el enemigo, los vehículos destrozados por el fuego de las tanquetas, los rockets (cohetes) y las bombas de 500 libras, las tanquetas destruidas, las casas despedazadas por los bombardeos, los niños, adultos, ancianos, víctimas inocentes que fueron muertos por el bombardeo criminal. Atrás quedaba el dictador con sus esbirros teniendo cerca una zona de combate desolada, con una supuesta victoria que no podría disfrutar mucho tiempo, porque las fuerzas sandinistas que los mantuvieron a raya, marchaban hacia Masaya para consolidar el frente de lucha comprendido entre Carazo, Masaya y Granada. Así quedaba la ciudad, sola, desecha, muda, con sus muertos más queridos, esperando el momento de la victoria para vivir por siempre. Fuera propiamente de la ciudad, la columna continuaba su marcha siempre lenta. Los jefes de las distintas unidades se esforzaban por solucionar el problema de cargar los heridos y de organizar mejor la caminata, pues todo el mundo tenía metido en sus poros la necesidad de llegar a Masaya antes del amanecer. A eso de la una de la madrugada nos detuvimos a descansar un rato y tuvimos el primer contacto con la vanguardia, que a su vez había perdido al baquiano, ya que éste y “La Liebre” (unidad de combate) se les habían adelantado demasiado. Esta fue la segunda preocupación;

para llegar rápido a Masaya, eran necesarios los guías y no podíamos exponernos a ser sorprendidos por el día, pues podría desatarse una masacre. La vanguardia siguió avanzando en medio de la oscuridad tratando de encontrar el camino más seguro, pero finalmente se nos perdió. Recurrimos a la orientación de los campesinos, por esta hora nos encontramos con el comandante (Marcos) Somarriba y otros jefes, lo cual significaba que por lo menos parte de la retaguardia se había juntado con la vanguardia. “Chombito” (Walter Ferreti) recibió la orden de avanzar más adelante con la Móvil para ir abriendo camino e ir orientando la marcha, auxiliándose de la información que podrían proporcionar los compañeros campesinos de las comarcas que íbamos pasando. Así fue transcurriendo la noche, nosotros esforzándonos por avanzar con mayor rapidez, pero la cantidad de heridos realmente lentificaba la marcha. A las 5:30 de la mañana, apenas estábamos pasando como a dos kilómetros adentro de Ticuantepe; definitivamente ya habíamos perdido contacto con la vanguardia. El territorio en donde nos encontrábamos era de lo más desventajoso, no habían piedras, ni construcciones, no habían casas ni ningún follaje alto para ocultarse en caso de cualquier ataque. Apresuramos la marcha para ganar el mayor tiempo posible antes de que el enemigo se percatara del abandono de las trincheras de combate e iniciara afanosamente nuestra búsqueda; de darse cuenta en ese momento, de localizarnos inmediatamente, no tendríamos mayores posibilidades de resistencia contra la aviación criminal.

Comienza la angustia Por atajos cruzamos la otra parte de la carretera, buscando el camino hacia Masaya. La columna era gigantesca e interminable; todo mundo iba en fila india por el campo, unos protegiendo a la población desarmada, otros a los heridos, otros cargando las armas pesadas y la móvil siempre avanzando, orientándose, indagando con los campesinos sobre la ruta más corta para alcanzar el objetivo. Serían como las 7:00 a.m. cuando escuchamos el tiroteo muy cerca de nosotros; inmediatamente todo el mundo quedó paralizado, sin saber de dónde venían las detonaciones. La móvil man

dó a varios de sus combatientes en misión de reconocimiento. El combate era fuerte, detonaciones de calibre 50 se mezclaban con los de fusiles ametralladoras: era la vanguardia que estaba combatiendo contra una patrulla enemiga que habían detectado. Después de esto, todo tuvo síntomas de desorden y desorganización; la inmensa fila india como un gran mar humano comenzó a romperse, a desparramarse por el campo; era lo que tanto habíamos temido, es decir, que el terror hiciera presa de la población civil. De nada servían los gritos y las órdenes de mantener la formación, pues todo mundo temía la hecatombe. Los distintos jefes comenzaron a recorrer el campo llamando a la gente a mantener la formación, pero, presos del pánico, nadie los oía; unos salían en carrera, otros presionaban a los de adelante, otros venían saltándose los cercos animados del espíritu de “sálvese quien pueda”. Eran momentos difíciles. No podíamos vacilar, cuando se responde por la seguridad y la vida de miles de personas, el menor parpadeo o vacilación puede ser mortal,  se requiere de decisiones rápidas y dinámicas; así éstas conlleven el uso de la presión o de la fuerza. Es lo mismo que sucede cuando alguien está en estado de histerismo y se debe recurrir a golpearlo fuertemente para hacerlo reaccionar; en esa situación nos encontrábamos. El mar humano seguía avanzando inconteniblemente, sin acatar ninguno de los llamados; los heridos eran dejados en el suelo, cada quien buscaba donde refugiarse, mientras la formación desaparecía. Ante semejante presión, no tuvimos más remedio que dar la orden a la Columna Móvil de tenderse en el terreno, de frente a la marea que avanzaba; dimos la orden de detenerse y no hicieron caso; gritamos la orden a la móvil de no dejar pasar a nadie si no estaban en formación, pero ni así se detenían. Ordenamos a la móvil montar las armas y disparar contra aquellos que alentaran el desorden o pretendieran saltar las cercas de púas y al fin la marea humana se fue deteniendo impávida, al ver la disposición de los compañeros de frenar la huida. Esta situación fue aprovechada para reordenar la gigantesca columna y formar en fila nuevamente a las miles de personas que nos acompañaban y proseguir la marcha. Después supimos que la columna de vanguardia había emboscado a

la patrulla, viéndose obligados los esbirros a combatir. Allí recuperaron una ametralladora calibre 50 y suficientes municiones. La marcha se reinició nuevamente; la gente iba disgustada por la orden dada, y era natural; la tensión, el desvelo, el hambre, la idea de verse atacados sin posibilidad muchos de defenderse, no permitían mucho que se comprendiera que al tomar esta decisión lo habíamos hecho precisamente por cumplir el deber de llevarlos sanos y salvos hasta Masaya; que en el fondo actuábamos responsablemente, como garantes de su seguridad y de la misma lucha. Más tarde, al proseguir la caminata, comenzamos a llegar a un territorio de mayor vegetación, con casas, con fincas cubiertas de árboles frutales. Los compañeros campesinos, al vernos pasar sudorosos, fatigados, sedientos, alistaban picheles de agua, se los entregaban a los combatientes y les ayudaban a calmar la sed producida por más de catorce horas de caminata continua. A las nueve de la mañana llegamos a una finca muy extensa, allí los combatientes y la población pudieron comer algunas frutas por lo menos para engañar al estómago; también se pusieron de manifiesto inconformidades en cuanto a la situación anterior. Algunos compañeros señalaron su decisión de marcharse y llegar por su propia cuenta a Masaya, otros metían el desorden entre la gente; tuvimos de nuevo que proceder a meter el orden, no era posible que después de haber avanzado tanto todo se viniera al suelo por un exabrupto. Incluso, los compañeros de la móvil se mostraron inconformes por la orden anteriormente descrita, señalando que no era posible que los obligáramos a apuntar a su propio pueblo, a la gente por la que tanto habían luchado; se quejaban de estar actuando como antes, como “los esbirros somocistas”, “que se estaban comportando peor que la guardia”, “que les dolía mucho cumplir esas órdenes”, etc. Nosotros comprendíamos este tipo de situaciones, y era natural, provenía de revolucionarios, de gente del pueblo que entregaba sus vidas a una causa justa sin esperar nada a cambio. Pero para algo están los jefes, para algo está el mando militar y si en situaciones de pánico, no es capaz de tomar decisiones, aunque ellas traigan consecuencias como ésta, entonces no tendría ninguna autoridad moral, ni militar, para conducir a

sus tropas. Lo único que pudimos decirles a los compañeros combatientes fue: “lo entendemos; después, cuando triunfemos, ustedes comprenderán esa decisión y aceptarán que fue correcta, que era la única forma de evitar la anarquía, el caos y la masacre”.

Los esbirros atacan a la vanguardia Después de esta situación dimos la orden de formar nuevamente para reiniciar la marcha; pensábamos continuar aprovechando la oportunidad de que el enemigo no había detectado a la columna; mientras más cerca estuviéramos de Masaya, mucho mejor para todos. Todo el mundo se preparó, la móvil comenzó a avanzar auscultando el terreno con cautela para prever cualquier ataque; habíamos recorrido cerca de 200 metros fuera de la finca cuando los aviones comenzaron a revolotear cerca de nosotros. Inmediatamente nos tendimos bajo los árboles, otros compañeros se ocultaron cerca del follaje, algunos de nosotros se regresaron a la finca para transmitir instrucciones ante la emergencia y debimos de nuevo calmar a los compañeros que ya se imaginaban bombardeos sobre el lugar donde se encontraban. “¿Ustedes quieren llegar a Masaya? ¿quieren llegar sanos y salvos? ¿quieren que los conduzcamos hasta allá?”, les preguntamos enérgicamente. “Sí”, respondieron. “Pues entonces cumplan las órdenes”, les insistimos. Una vez tranquilizados nos regresamos al lugar donde estaba la móvil, acabábamos de llegar cuando fuertes detonaciones y explosiones comenzaron a escucharse. Un “Push-Pull” (avionetas),  un T-33 (avión), dos helicópteros y un DC-3 (avión), bajaban en picada lanzando rockets, bombas y metralla sobre una montañita. Volaban muy bajo, sumamente bajo; volvían a subir, se lanzaban nuevamente en picada arrojando su carga mortal; era la vanguardia la que había sido detectada y se encontraba fieramente combatiendo contra los aviones, teniendo como única arma eficaz la ametralladora 50 y los (fusiles) Fal que más de alguna vez los habían derribado. Solamente una vez que llegamos a Masaya, cuando hablamos con los comandantes Cuadra y Ramírez, supimos que los buses que habían recuperado habían sido detectados por la aviación enemiga y que bajo un fuego inclemente la mayor parte de la gente había

penetrado a Masaya. El recuento de esta acción fue de seis muertos y dieciséis heridos. Al concluir los combates y bombardeos tomamos la decisión de no seguir avanzando durante el día, proponiéndonos llegar a Masaya durante la noche. Allí nos quedamos, unos bajo los árboles y el follaje, la mayoría de la columna en la finca, que por su propia naturaleza espesa protegía a los compañeros de cualquier detectación de la aviación enemiga. Durante el día, de vez en cuando veíamos pasar el helicóptero rumbo a El Coyotepe, lo veíamos bajar y subir nuevamente en dirección a la capital. En ese momento desconocíamos la reacción del enemigo al darse cuenta que estaban luchando contra un fantasma en la zona oriental; pero nos imaginábamos su furia y frustración al no encontrar respuesta, al ver desolado y en silencio el terreno de combate al cual jamás pudieron penetrar, pero sobre todo, su sorpresa al percatarse que millares de habitante de la zona oriental, entre combatientes y población civil, se les había ido de las manos, como resultado de su espíritu defensivo y su cobardía de retirarse por la noche del terreno tomado durante el día. Posteriormente supimos de la reacción de la guardia somocista el 28 de junio. Ni siquiera se habían percatado de nuestra retirada y naturalmente comenzaron con sus comunes acciones, sin imaginarse siquiera de que su lucha la libraban contra un fantasma. Su reacción al darse cuenta de nuestra ausencia fue de impotencia, de cólera, de furia destructora, y aún así, vacilaron en la penetración, contenidos ahora por compañeros francotiradores. Después se lanzaron con toda su fuerza hacia el interior de la zona, expresando un valor que antes no habían demostrado en la lucha frontal contra las fuerzas sandinistas. Todo el día les tomó introducirse a la zona oriental, derribando de previo las barricadas de adoquines, los vehículos destruidos, destruyendo viviendas abandonadas, disparando por todos lados, saltando los centenares de zanjas abiertas; es decir, aún abandonadas las trincheras gloriosas de la capital, las gigantescas barricadas de adoquines, como una burla al dictador, seguían siendo la firme muralla que contenía el avance del enemigo. Jamás se imaginó Somoza y sus secuaces que los adoquines que por millares producían sus fábricas, serían símbolos de combates y de

victorias, devueltos con furia contra ellos por la fuerza del pueblo. Pero a la hora de tomarse finalmente la zona de combate, las columnas en retirada se encontraban unas ya adentro y otras cercanas al objetivo.

Se reinicia la marcha A las cinco de la tarde de ese mismo día comenzó a caer una leve lluvia en el lugar donde nos encontrábamos, que posteriormente se convirtió en aguacero. Inmediatamente alertamos a todos los compañeros de prepararse para reanudar la marcha; nos dirigimos a todos recomendándoles orden y exigiéndoles confianza en los mandos, en la capacidad de nuestros jefes de llevarlos hasta el destino final, sanos y salvos. La gigantesca columna, en fila india, reinició de nuevo la marcha; iban cansados, cubiertos de tierra, remojados, cuidando a los heridos y manteniendo el orden. Sabíamos que ese aguacero sería nuestro mejor aliado contra la aviación, pues faltaba poco tiempo para oscurecer. Pasamos terrenos llanos, no sembrados, ya contábamos con varios compañeros campesinos solidarios y dispuestos a llegar hasta el final; es decir, teníamos asegurado que no nos perderíamos, mucho menos

la posibilidad de caer en una emboscada, pues las bestias (guardias) no combatían de noche, ni hacían salidas nocturnas. Pasada una hora, el aguacero se suspendió y nuevamente vimos a los aviones revoloteando sobre el cielo, en misión de vigilancia; cada vez que bajaban, la columna se detenía, nos arrinconábamos a los árboles, en las piedras, o nos tendíamos. En este trajín nos sorprendió la noche, con gente exhausta por el esfuerzo, con sed, con hambre, sin fuerzas, solamente la moral y la conciencia, el espíritu de sobrevivencia nos mantenía empeñados en la marcha, aferrados a la esperanza de llegar pronto a Masaya, costara lo que costara. Esta ansiedad por llegar a Masaya se había convertido en una tendencia de la columna, casi en una obsesión, observada desde el mismo inicio del repliegue táctico. La habíamos visto a la salida de la capital, cuando muchos compañeros de la población, desesperados por tener una mayor movilidad, se negaban a cargar a los heridos. Lo vimos en el desarrollo de la marcha, cuando constantemente nos sentíamos obligados a insistir en la necesidad de llegar todos o nadie. Lo vimos cuando la aviación atacó a la vanguardia del repliegue. En ese momento, luego de más de un día de

haber salido de la capital, en medio de la oscuridad, fatigados, sin comer, sin dormir, estábamos a pocos kilómetros de consumar una hazaña en el terreno militar que traería repercusiones estratégicas en el desarrollo e intensificación de la guerra libertaria. A las doce de la noche estamos saliendo a un camino que desemboca en la carretera a Masaya, a la altura de Piedra Quemada; cinco o siete kilómetros nos separaban del objetivo y esto imprimió nuevas fuerzas a la columna. Al final del camino nos encontramos con varios cadáveres, eran los compañeros de la columna de vanguardia que habían caído abatidos por el bombardeo enemigo. Luego todo fue silencio, sin hacer el más leve ruido la columna comenzó a avanzar sobre la carretera, a ratos descansando y a ratos avanzando en una caminata cautelosa, pues más cerca del objetivo estaba El Coyotepe (cerro vecino a Masaya, en donde había un poderoso contingente de la Guardia Nacional) y debíamos evitar el mortereo. Los kilómetros iban quedando atrás poco a poco, la columna estaba al límite de sus capacidades y hacía el esfuerzo sobrehumano por llegar hasta Nindirí, que ya era territorio libre. A veces nos sentábamos a descansar unos minutos sobre la carretera para recobrar fuerzas y seguir caminando cautelosamente metro a metro. Estábamos a punto de caer desfallecidos por el esfuerzo, por el cansancio. Nuestros hermanos estaban llegando al límite de sus fuerzas al haber invertido hasta sus últimas gotas de energía en los 19 días de combate y en las horas de la marcha. A pesar de todas las vicisitudes, las órdenes, las contraseñas, los avisos, la implementación de la cautela requerida para no ser detectados por los esbirros de El Coyotepe, se cumplían al pie de la letra. Así, paso a paso, centímetro a centímetro, metro a metro, kilómetro a kilómetro, auxiliándonos unos a otros, transportando todos los pertrechos de guerra aumentados por las victorias tácticas conseguidas sobre el enemigo, nos acercábamos al final de la ruta; al fin estábamos por penetrar a Masaya, a un territorio libre, dominado por nuestros hermanos. A la una de la madrugada la columna móvil estaba llegando hasta la caseta de Nindirí y revisaba la situación operativa para seguir avanzando hacia la izquierda en busca de contacto con los combatientes de Masaya. Utilizaba esa

ruta para evitar pasar por El Coyotepe y con ello la detección de la Columna Central. Nosotros fuimos los primeros en establecer contacto con el jefe del cuartel más cercano que ya se encontraban a la espera de la entrada de la columna, pues los comandantes Cuadra y Ramírez ya los habían puesto en situación de alerta. A los dos de la madrugada, la mayoría de la columna prácticamente ya había entrado a Masaya, dirigiéndose al Colegio Salesiano para descansar y comer algo. Más de dos docenas de reses tuvieron que sacrificarse para contener el hambre de alrededor de 3,000 combatientes que venían con nosotros. Habíamos llegado hasta el objetivo las 6,000 personas que un día antes habían salido de la capital dispuestas a proseguir la lucha en el lugar que fuera necesario; el parte de guerra había sido únicamente de seis muertos y dieciséis heridos y una nueva y valiosísima experiencia de desplazamiento militar que en los días subsiguientes, estábamos completamente seguros sería de mucho valor y de mucha ayuda para continuar profundizando la agonía de la dictadura y conseguir la victoria final.

Las enseñanzas del repliegue táctico La finalización del repliegue táctico fue una nueva y gran victoria para el sandinismo y una prueba muy dura. Su éxito se basó en el grado de disciplina, en la moral combativa y la decisión de las fuerzas, en la capacidad de los mandos de las distintas columnas, en el aprovechamiento de todas las debilidades del enemigo, en los logros alcanzados por los otros Frentes de Guerra, en las complejas contradicciones del aparato militar del somocismo y en la toma de una decisión sumamente audaz, alimentada por una disponibilidad increíble de los combatientes y de una población claramente dispuesta al sacrificio con tal de conseguir sus objetivos más importantes. Su finalización venía a confirmar las intenciones de los mandos de transmitir continuidad a una fuerza que por su calidad vendría a convertirse en una fuerza estratégica decisiva para los próximos movimientos militares. Con esta movilización exitosa, las fuerzas sandinistas incorporaban a su caudal de experiencias una nueva enseñanza para el futuro, experimentada solamente quizás por los frentes guerrilleros de la montaña y del campo. Su riqueza de contenido adquiría una dimensión

más profunda por cuanto se acumulaba luego de combates decisivos en donde la misma lucha, al implementar una concepción táctica que como la de Managua tenía sus propias particularidades, requería, por consiguiente, el desarrollo de toda la iniciativa creadora y la capacidad de conducción posibles. La preservación de estas fuerzas, la continuidad que se le imprimía a la lucha luego de la consecución de los objetivos del repliegue táctico, sin duda, venía a darle una fisonomía diferente a las fuerzas revolucionarias. Se ampliaba el campo de acción, el movimiento adquiría una mayor solidez, se fortalecía el frente de combate sur oriental, se volvían más viables las posibilidades de consolidar la defensa de Masaya y Diriamba, así como el de cortar las fuerzas de abastecimiento del ejército somocista hacia el Frente Sur. Esto era lo más importante para nosotros y por eso nos esforzábamos en asimilar esta nueva lección. ¿Cuáles eran en esos momentos, a nuestro modo de ver, las enseñanzas del repliegue? a) Es posible, si se saben aprovechar las debilidades del enemigo, movilizar en corto tiempo grandes fuerzas hacia determinados puntos, especialmente si se da en un contexto decisivo para el proceso revolucionario. b) La audacia revolucionaria, sin caer en el aventurerismo, es un factor desmoralizante para el enemigo y generador de victorias grandes o pequeñas, en dependencia de las fuerzas involucradas. c) En una guerra, el mando político-militar es determinante para conseguir la victoria, pues no solamente concentra en sus manos la conducción, sino que es también el centro generador del orden, de la confianza y de la unidad de las fuerzas combatientes. Un mando débil difícilmente puede conseguir pequeños triunfos; un mando enérgico podrá sufrir

algunas pequeñas derrotas, pero jamás perderá la batalla final. d) Ningún movimiento militar puede alejarse de la realidad, del análisis de la coyuntura política; hacerlo significaría exponerse a las más severas y continuadas derrotas, sin encontrar una explicación lógica de los reveses sufridos por su fuerza. e) Cuando el enemigo está a la defensiva, cuando vacila, cuando no aprovecha su superioridad material y humana, pues el factor moral está endeble, la mejor arma de las fuerzas revolucionarias, dependiendo de la situación específica dada, es la acción ofensiva. Con grandes o pequeños grupos, pueden surgir grandes victorias políticas o militares. f) En materia militar muchas veces es mejor dar un paso táctico que aparentemente parezca a los ojos del enemigo como una derrota, para asestarle golpes contundentes con repercusiones estratégicas; es decir, dar un paso atrás para avanzar posteriormente tres hacia adelante. g) Si en el desplazamiento militar habíamos sido capaces de mover a varios miles de personas, entre combatientes y población civil, al proponernos operaciones militares de gran envergadura y con combatientes selectos, la capacidad de desplazamiento de las fuerzas debía ser mucho más fácil y en menor cantidad de tiempo. Concientes de la asimilación de este aprendizaje, era posible entonces utilizar al máximo las unidades de combate recién llegadas para consolidar la posición de Masaya y Diriamba, así como proponernos los nuevos movimientos militares. Nuestros hermanos caídos podían permanecer tranquilos, no les habíamos fallado y, por el contrario, podían reposar confiados en el retorno victorioso de las fuerzas sandinistas hacia los lugares en donde habían ofrendado sus vidas en aras de una patria nueva.

Tomado de:

Revista Correo, junio-julio 2010, pp.16, 29