Las crisis internacionales, el estancamiento del sistema económico occidental, la exacerbación de los problemas de reorganización económica internacional tras la pandemia y como consecuencia de los diversos conflictos que amenazan la paz mundial, fueron los temas sobre los que se desarrolló el debate y la confrontación entre los países miembros de la OCS. Fundada oficialmente en junio de 2001, la OCS es la alianza regional liderada por China y Rusia, que incluye a Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán, India y Pakistán, a los que ahora se suma Irán.
Los Estados observadores son Afganistán, Bielorrusia y Mongolia, mientras que los socios del diálogo son Azerbaiyán, Armenia, Camboya, Nepal, Turquía y Sri Lanka. Se trata de un mecanismo de cooperación que lleva diez años activo en Asia Central y cuya relevancia, especialmente desde el punto de vista geopolítico, no deja de crecer.
Creada para facilitar la resolución de disputas territoriales entre los seis países miembros -China, Rusia, Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán-, la organización se ha ido institucionalizando gradualmente, intensificando la cooperación entre sus miembros en cuestiones de seguridad y en ámbitos como la economía, la energía y la cultura.
El aspecto militar y de seguridad de la organización es, sin duda, el más relevante, bajo la bandera de la voluntad común de los miembros de combatir tres fenómenos que se identifican como las principales amenazas para la seguridad regional: el terrorismo, el extremismo y el separatismo, tal y como se recoge en el primer documento oficial de la organización, la «Convención de Shangai sobre la lucha contra el terrorismo, el separatismo y el extremismo».
Según algunos observadores, la OCS se creó con la intención de contener y equilibrar la presencia estadounidense en Asia Central: una interpretación que se reforzó en 2005, cuando una cumbre de la OCS pidió a Washington que programara la retirada de sus instalaciones y soldados en Asia Central.
Se celebraron dos días de reuniones bilaterales y colectivas en Samarcanda para debatir cuestiones relacionadas con la seguridad internacional, que ha sido puesta a prueba con las políticas de desestabilización planetaria dirigidas a los gobiernos que no son súbditos de Estados Unidos y la UE, así como las necesarias medidas correctoras en la cadena comercial internacional, a la luz de las dificultades que representa un sistema de sanciones unilateral, ilegítimo e ilegal puesto en marcha por Occidente para corregir la competencia con Oriente a su favor.
La impresión que se tiene es la de un bloque que representa a la mayoria de la poblacìòn mundial y que supone un paso más en la búsqueda de una identidad común para el bloque oriental. Un planteamiento que incluso supera antiguos contrastes como los de India y Pakistán en aras de un diseño más equilibrado del orden planetario que conviene al desarrollo de todo Oriente.
La Cumbre de Samarcanda marcó una nueva frontera entre Oriente y Occidente, profundizando aún más el surco no tanto entre dos sistemas económicos como entre dos modelos de gobernanza. Modelos que reflejan un enfoque diferente del Derecho Internacional, una centralidad diferente tanto en la lectura de los fenómenos sociopolíticos dentro de cada país individual como en el complejo de las relaciones internacionales.
Es precisamente a la política de sanciones de Estados Unidos, paradigma de una concepción distorsionada e irrespetuosa del Derecho Internacional, que causa graves daños a las poblaciones y a la propia idea de equilibrio y razonabilidad en el examen de los conflictos internacionales, a la que se han dirigido las críticas más duras. «Todas las sanciones económicas, excepto las adoptadas por el Consejo de Seguridad de la ONU, son «incompatibles con el derecho internacional». Un mensaje a EE.UU. y a la UE por las sanciones decididas contra Moscú por la guerra de Ucrania que desmiente las predicciones de los analistas atlantistas que imaginaban una Rusia aislada, apretada entre las exigencias de paz de China e India, por un lado, y el fin de las relaciones con Occidente, por otro.
La cuestión fundamental, que vuela por encima de todas las demás, tiene que ver con la democratización de la economía mundial y el equilibrio militar consecuente que debe sustentar la gestión multipolar de la gobernanza planetaria. Según el dirigente ruso -que subrayó que «la guerra relámpago económica contra Rusia ha fracasado»- «se están produciendo transformaciones fundamentales en la política y la economía mundiales, y se trata de cambios irreversibles» que ven «el crecimiento de nuevos centros de poder que cooperan entre sí», dijo.
Una tesis que también compartió el presidente chino Xi Jinping, quien llamó a «remodelar el orden internacional» como el último desafío declarado a la influencia global de Occidente. Los líderes, dijo Xi, deben trabajar juntos para promover el desarrollo del orden internacional «en una dirección más justa y racional», alejarse de las «revoluciones de colores», mantener el «respeto mutuo» y la «no injerencia en los asuntos internos». El mundo actual «no es pacífico: la competencia entre las dos orientaciones políticas de unidad y división y entre cooperación y confrontación se ha hecho cada vez más evidente», dice Xi Jinping, y «esto tiene un impacto decisivo en la paz y la estabilidad del mundo».
La referencia de XI a las «revoluciones de colores» es, obviamente, una acusación a Estados Unidos y a la Unión Europea y a sus prácticas en países que desean desestabilizar por intereses geopolíticos y económicos. Esto se hace mediante la construcción de redes en diferentes países. Redes que se construyen ilícita e ilegalmente a través de la financiación y la formación directa, o a través de organizaciones no gubernamentales que fingen ser enviadas con proyectos de cooperación, pero que en realidad están formadas por personal a las órdenes de EEUU y la UE. Su trabajo consiste en formar oposiciones hetero-dirigidas, en organizar fuerzas subversivas y armadas destinadas a construir revueltas y golpes de Estado, con el objetivo de derrocar gobiernos legítimamente elegidos. Una concepción horrorosa de la democracia de la que pretenden ser expresión, porque el objetivo final es el derrocamiento por la fuerza de la voluntad del pueblo expresada por el voto popular.
Pero es muy clara la referencia a Taiwán, donde la permanente provocación estadounidense en las aguas del Mar de China está poniendo a prueba la proverbial paciencia oriental que abunda en Pekín. La persistencia de las bases militares y políticas de los EE.UU. y las amenazas, el apoyo y el armamento del gobierno taiwanés constituyen no sólo una injerencia indebida en los asuntos internos de China, sino también una negación flagrante del principio de «una sola China», que los propios Estados Unidos reconocen.
La Casa Blanca también utiliza a Taipei para forzar a China a la presión política internacional y a un esfuerzo bélico para desviar recursos al crecimiento económico, y sabe que sin los procesadores de Taiwán no podría sobrevivir tecnológicamente. Esto anula tanto el sentido de la responsabilidad (ausente en la historia de Estados Unidos) como el papel de liderazgo que Washington dice ejercer en nombre de todo el planeta.
Los que esperaban una reunión que pusiera de manifiesto las dificultades de Rusia en su relación con el conjunto del organismo quedaron decepcionados. Más allá de las posibles dudas o incertidumbres, más allá de las lógicas diferencias políticas y culturales en el planteamiento de la cuestión ucraniana, es Washington quien une a Moscú y Pekín. Con su política de apoyo al terrorismo y a los bloques políticos ultrarreaccionarios que en ocasiones se inspiran abiertamente en el nazismo, con sus provocaciones militares y sanciones contra 36 países, con el reparto urbi et orbi de armamento que puede alterar parcialmente los equilibrios militares acordados, con la retirada de su firma de los tratados de control y reducción de armamento, y con el estímulo de los conflictos en los Balcanes y en el área euroasiática, Washington ofrece todos los elementos posibles para el fortalecimiento del entendimiento político y militar entre Putin y Xi.
Por las dimensiones que está asumiendo la OCS, por lo que representa en términos demográficos, territoriales, militares y económicos, la organización está en camino de diseñar un modelo de coordinación interestatal que pueda contrarrestar eficazmente el dominio del pacto atlántico, ahora con la muerte de la UE como único representante político de Occidente. Más vale que tomen nota rápidamente en Washington y Bruselas: el mundo unipolar se ha acabado. La opción que tienen ante sí es sólo destruirla o compartirla con otros. El multilateralismo ya no es una opción, es la única opción.