Barricada

Edwin Sánchez: De la Independencia Blanca
contra la Batalla Morena

“Nadie puede herirnos, sino
la gente que queremos”. – Jorge Luis Borges

I

No hay un 14 de Siempre. Es 14 de Septiembre.

Los hitos que marcan el desarrollo de una sociedad, el surgimiento de los notables y los acontecimientos históricos no son desplegados de un día para otro en feriados nacionales, monumentos, avenidas, colegios, memoriales, textos escolares, monedas y museos.

La Batalla de San Jacinto tardó demasiado para que fuera impresa en los calendarios.

Es que este capítulo de la Guerra Nacional no figuraba como efeméride ni como parte de la liturgia cívica anual.

No tenía pedigrí.

José Dolores Estrada y Andrés Castro eran nombres olvidables. No constituían conceptos de nacionalidad.

San Jacinto tampoco trascendía los linderos de Tipitapa, y no era de interés alguno para letrados y funcionarios de gobierno del siglo antepasado y aún del XX.

La elite católica, retrógrada y clasista no vio por ningún lado el valor que se le fue otorgando, y a cuenta gotas, a estos cristianos descamisados, probable anuncio primigenio de la epopeya que 71 años después comandaría el General Augusto César Sandino.

Por ejemplo, la efigie de José Dolores Estrada apenas circuló en los billetes en 1912.

Y para que al General se le considerara un Héroe pasaron 115 años. Es que no se parecía en nada a los próceres ni a los presidentes con cara de Avena Quaker del siglo XIX.

No nació en la Calle Atravesada en la Historia.

Era nandaimeño. Y se le declaró “Héroe Nacional” el 16 de agosto de 1971, mediante el Decreto Nº. 1889.

Para no entrar por el zaguán a la Historia, San Jacinto debió librar, póstumamente, otra Batalla –quizás más épica– contra el racismo, el clasismo y el desprecio que sufrieron sus participantes porque no eran patilludos ni de sangre azul.

Los héroes indocumentados no portaban más blasones que su amor a la patria.

Fueron ignorados porque los perfumados señoritos de las oligarquías, si bien eran protagonistas de la opulencia, estaban lejos de serlo en los lodazales y zancuderos de San Jacinto, infectado además por los “huéspedes” injerencistas del “eximio” Máximo Jerez.

Los reflectores de la Historia y los anaqueles de las bibliotecas eran exclusivos de las estirpes “iluminadas”, dizque por Dios. Igual que cuando “elegían” a sus presidentes: solamente los dueños de vidas, fortunas y haciendas, las “familias distinguidas”, podían ejercer la “democracia”. Y, claro, votar con la obsequiosa unción de la otrora Iglesia monopólica, en su terrenal intento de imponer una religión

de hombres –amadores de sí mismos, vanagloriosos y hambrientos de poder– al Dios de Abraham, Isaac y Jacob.

El General Estrada, incluso, fue desterrado, por decir lo poco. Era de origen mulato.

África corría por sus venas.

Andrés Castro no era más que un sargento primero, sin linaje alguno. Y murió víctima de la violencia que nada tenía que ver con filibusteros. Sí, su triste final fue el de cualquier parroquiano, pero a la inverosímil edad de 35 años, sin darse cuenta que sería un Héroe emblemático.

Y así los demás. Sus excompañeros no supieron que habían participado en un evento fundamental en la construcción del Estado Nación.

Es que sobre ellos, a quienes ahora se les brinda una veneración seglar por su condición de héroes, pesaba un grave delito: todos eran de “Cuna Desconocida”.

De ahí que se les pusieran innumerables obstáculos para que no fueran honrados por el Estado, se les negara el mármol y se les confiscara la gloria. Y aun después de muertos, a pesar de una que otra mención para salir del paso, los oligarcas de León y Granada miraban más el color de la piel de aquellos oficiales y soldados que se enfrentaron a la falange de William Walker y Byron Cole, que los colores de la Patria.

Si a estos mulatos y mestizos –el pueblo pues– les costó entrar a la Historia, cómo sería lo que vivieron los indios flecheros, parte viviente de la Nicaragua sufrida.

Fue necesario que en la presidencia estuviera el Comandante Daniel Ortega para que a los Valientes del Septentrión se les diera su lugar en los anales de la República. El decreto No. 808 de la Asamblea Nacional declaró, en 2012, “héroes de la Batalla de San Jacinto a los 60 Indios Flecheros Matagalpas”.

¡Nada menos que 156 años desterrados de la Historia Nacional!

Y podríamos señalar, aparte del Presidente Ortega, a historiadores de la talla del autorizado Aldo Díaz Lacayo (q.e.p.d.) Rafael Casanova y el ingeniero Eddy Kühl, que rompen con la narrativa colonialista de que la Historia es blanca, católica y de barba cerrada.

Sin embargo, en la mente de no pocos tal relato se mantiene, aunque algunos no queramos darnos por enterados, y pretendamos caerles algún día en gracia a los que han sido la mayor desgracia de la Patria.

No importa que el Gobierno Sandinista transforme Nicaragua como jamás ninguna administración pública lo hizo en 200 años: la elite blancoide (y sus serviles, mundanos o santulones), no lo tolerará, ni le ofrecerá su justo reconocimiento de primera plana. Eso sí, podrá ser ninguneado, criticado, difamado, injuriado, odiado…

El pueblo, para estos adalides del subdesarrollo, nació para obedecer, no para mandar.

Lo demás es herejía.

No es raro leer que: “En el artículo ‘Los héroes que limpiaron la bandera’, Juan Ramón Avilés se preguntaba: ‘si los escolares en su juramento a la bandera nacional, sabían que si podían hacer ese acto era porque el ínclito José Dolores Estrada, al reconquistarla, borró la estrella roja que William Walker le había puesto en el centro como estigma de esclavitud. Era de extrañar que no existiera un monumento ni un himno para los héroes de la Batalla de San Jacinto’” (La Tribuna, 14 de setiembre de 1918, p.2. Revista Estudios, 2019, Urbina Gaitán Chéster).

La distinción de Andrés Castro fue posible al calor de la Revolución de 1979, cuando tres años después, la Junta de Gobierno lo “reconoce como Héroe”, a través del Decreto No. 1123, publicado en la Gaceta No. 251 del 27 de octubre de 1982, (Página del Ejército Nacional).

Las castas evitaron, hasta donde les fue posible, poner contiguo a “su” efeméride a cualquier hijo de vecina, de tal forma que igualar el “profano” 14 con el “sagrado” 15 de septiembre, y peor llamar Semana de la Patria a esa nivelación sacrílega, era algo que violentaba “el orden establecido” por la Providencia.

La Batalla Morena del General Estrada y sus hombres no estaba a la altura de la Independencia Blanca que los criollos y el brigadier peninsular, Gabino Gaínza, firmaron en Guatemala en 1821.

Y, por supuesto, una Independencia Blanca no podía asolearse en las plazas para que cualquier “indio” agarrara la vara de la soberanía con las “manos sucias”. Por eso, el dato del señor Urbina no es insólito:

“El festejo de la independencia en Nicaragua entre 1866 y 1895, fue una celebración que tuvo un carácter exclusivo debido a que se realizaba en el salón del Congreso y al cual asistía la elite político-económica. Su centro de celebración fue la ciudad de Managua, centro neurálgico y coordinador de la economía agrícola nacional…”.

Es claro que no todos los héroes ni las hazañas populares son bienvenidos por las prosapias y sus mengalos, aunque se justifique por cualquier “razón de la sinrazón”, diría Don Quijote.

Con todo, es durante las épocas de paz como ahora, cuando se logra calibrar mejor la Historia con una perspectiva que no es empañada por ningún ismo.

Es cuando se puede ver quiénes están de más y quiénes hacen tanta falta.

II

Los prejuicios, las inquinas viscerales, la gazmoñería, la envidia, las ideologías petrificadas, la exclusión social, la mediocridad que no deja ni un rastro en la memoria colectiva, y los rencores sin fecha de vencimiento, son raíces del mal y del atraso en un país.

El odio no produce grandezas: engendra ruindades, intrigas y calamidades.

El amor concibe la causa de los hombres y mujeres de buena voluntad.

Forja a los héroes.

Y es la posteridad la que se encarga de valorar el peso moral, patriótico, militar o humanista, de un hombre o de una mujer en el devenir de una sociedad.

Empero, en la conciencia nacional el nombre de esta personalidad está ahí, latente, aún no plenamente aceptado, tal vez reposando en una esquina de la Historia, a la espera de que cesen los discursos huecos, las mentiras del poder desovado por las metrópolis, y la república falsificada.

Es cuando el tiempo mismo toma la palabra, porque los héroes no se fabrican. Ellos conforman el espíritu de la nación. Encarnan sus pensamientos, sus actitudes, sus principios.

Almas solventes, son manantiales de Patria Presente y estandartes del Porvenir.

Un Cincuentenario, por lo tanto, no puede pasarlo por alto una República si se precia de verdadera. Son los días óptimos para elevar a Héroe Nacional a quien dejando a sus seres más queridos, la celebridad y los bienes materiales, arriesga y ofrenda su vida por su ternura a los nicaragüenses, víctimas del terremoto de 1972.

Consenso del corazón: Roberto Clemente, Héroe Nacional.

Cuestionar su integración a las Páginas Patrias es pura miseria humana.

Él ya estaba entre nosotros.

Solo faltaba que la gratitud fuera elevada a nivel de Estado como corresponde.

Que se le “olvidó” a Anastasio Somoza. Que se le “olvidó” a la Dirección Nacional Ordene que gobernó en los 80 con la radical nomenklatura de las máscaras, empecinada después en borrar “su pasado marxista” bajo la fachada de “disidentes” y “demócratas”. Que se le “olvidó” a doña Violeta Chamorro. Que se le “olvidó” a Arnoldo Alemán. Que se le “olvidó” a Enrique Bolaños. Que se les “olvidó” a los cuellos blancos y clericales…

Bueno, el pueblo es agradecido. Y no se le “olvidó” retribuirle los honores a quien se los ganó por su alma de altos quilates.

El presidente Daniel Ortega, la Vicepresidenta Rosario Murillo y la Asamblea Nacional hicieron lo correcto.

Ya en Nicaragua no impera el monótono poder de la ingratitud.

III

Hoy, el sandinismo superó el menosprecio de la narrativa oligárquica al pueblo.

Terminó con la costumbre elitaria de ver “esos rostros que asoman en la multitud”, según lo predicaba Pablo Antonio Cuadra desde la tarima editorial de los “patricios conservadores”. Esa misma que en su jactancia tradicional llamaban “la república de papel”, y desde la cual se debía leer, definir, ceñir y gobernar a Nicaragua: “La Prensa S.A.”.

Porque Nicaragua era “provincia intelectual” de la alcurnia, donde la “democracia” era blanca, sus gobernantes la Vía Láctea del país, las biografías de sus “ilustres abolengos” la Historia de Nicaragua, y su pensamiento la Constitución.

Era un país hecho a la medida de su pequeñez humana.

El resto sobraba.

Y más la Costa Caribe: lejana no tanto por la geografía como por la secular incuria oficial, y borrada del mapa con la ignorancia de calado mayor de nombrarla “Atlántico”.

Hoy el Caribe es recuperado e integrado por sendas carreteras, en el norte y el sur; más hospitales, centros de salud…

Hoy, la República de Verdad, y no la de papel, abre espacio a la identidad.

Hoy son importante no las muchedumbres sin rostros, sino las familias.

Y uno de los grandes nombres de la Casa de Nicaragua es el de Roberto Clemente.

Héroe Nacional que floreció en Diciembre.

Campeón de la Humanidad.

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