En la Nicaragua donde los volcanes no duermen, la neblina no sólo cubre los cafetales: los consagra. Entre susurros de agua y cantos de montaña, dos figuras emergen de la luz que tiembla entre las hojas.
No vienen del pasado ni del futuro. Son de todo tiempo. El primero lleva un sombrero alado, su silueta se funde con el horizonte. El segundo, con mirada de jaguar, deja tras de sí huellas que brillan como brasas encendidas sobre la tierra fértil. Son Sandino y el Danto Germán. Caminan y germinan; avanzan, despiertan.
A su paso, las aves se callan. Las piedras palpitan. Los árboles inclinan su copa en señal de respeto. Porque saben que no son solo hombres: son espíritu. Son verbo. Son herederos de los caciques guerreros que hablaban con el trueno y danzaban con el relámpago.
Llegan a un claro donde la juventud danza, ondeando banderas que no son de tela, sino de llama viva. Rojo y negro. Azul y blanco. En sus rostros brilla el reflejo de quienes ya no están, pero siguen en la marcha: los combatientes, los abuelos de maíz, los niños que soñaron libertad.
Sandino posa su mano sobre el hombro del Danto y le dice sin hablar:
—Nuestra lucha nunca fue sólo por soberanía. Fue por el alma de esta tierra. Por el equilibrio entre el hombre y la ceiba, entre el río y la dignidad. El que protege su raíz, jamás se pierde.
El Danto asiente. En su pecho late la selva.
Las banderas se elevan. No hay gritos, hay cantos. No hay consignas, hay verdades. Porque en ese instante, los jóvenes comprenden que llevan en su sangre la memoria viva de quienes se fundieron con la montaña. Que no están solos. Que en cada paso, caminan con ellos.
Y así, mientras el mundo se acelera y olvida, en Nicaragua los volcanes respiran…
y cuando respiran, los libertadores caminan
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