Biografías

Recordando a Pablo Neruda

Escrito por : Redacción Central 23 de septiembre de 2025

Por: Carlos Berrios

El 23 de septiembre de 1973 no murió solo un hombre: murió, ante los ojos de un Chile roto, una forma de entender la palabra y la política. Pablo Neruda, aunque su nombre civil era Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto; poeta universal, premio Nobel, militante comprometido con su tiempo, expiró apenas doce días después del golpe que instaló la dictadura de Augusto Pinochet. La imagen de su entierro (un féretro rodeado por soldados y un pueblo que, en apariencia, guardaba silencio pero que con su presencia gritó su dolor al mundo) es una de las estampas más duras de aquella semana inaugural de terror. Es también, una metáfora inquietante: la violencia del poder contra la memoria, la cultura y el arte.

El poeta convivía con un cáncer que minaba su cuerpo; pero era, a la vez, el cronista voluntarioso de la pasión colectiva, el vate que había dado voz a los humillados, el portavoz moral de una esperanza popular que el golpe procuró aplastar, como el mismo consignó: “la justicia social es la esencia de una humanidad que aún no ha sido plena”; por eso su muerte no pudo ser leída de modo privado: su cuerpo se volvió escenario público, su funeral un acto que la dictadura quiso controlar y que el pueblo transformó en un acto de resistencia silenciosa.

La presencia de soldados en el entierro y el intento de imponer el orden militar sobre el duelo son elocuentes. No se trató solo de custodiar un cadáver; se trató de querer domesticar el lamento, de impedir que una multitud encontrara en el duelo un comienzo de protesta organizada. Pero el pueblo, determinante en sus conquistas, fue a ver a Neruda, a despedirse de su bardo y recuperar su palabra, y en esa masa popular callada, había una protesta más elocuente que cualquier consignación verbal: la de quienes, con la única herramienta que les quedó, la presencia, desafiaron la fuerza; mostrando que la dignidad y el decoro nacional es imposible de aniquilar. Ese silencio que «gritó» fue una forma de dignidad colectiva, una presión moral dirigida al mundo para que reconociera lo que sucedía en Chile, tras el golpe de Estado y asesinato del gran Salvador Allende.

Junto a esa imagen, están otras, igualmente dolorosas: la casa saqueada, los libros quemados. La violación de los espacios íntimos en que construyó aquellos versos de amor y de llanto y, la quema de libros no solo son actos materiales; constituyen una estrategia simbólica: atacar el imaginario, querer cercenar las raíces culturales que sostienen la poesía y la memoria. Quemar libros es quemar conciencia. Neruda, con su biografía y su obra, encarnaba todo lo que la dictadura detestaba: una poesía que dialogaba con las luchas sociales y que situaba al pueblo en el centro de la historia, como perseveró en sus versos: “la poesía debe de luchar por la justicia, por la verdad y por la dignidad de los oprimidos”.

Ese intento de despojamiento dejó cicatrices que aún no se han cerrado del todo. La persecución cultural del 1973 y los años siguientes no solo cercenaron vidas; intentaron silenciar tradiciones, prohibir lecturas, borrar referentes. Pero la memoria sostenida por el pueblo, funcionó como antifuego. Donde hubo libros quemados, otros libros fueron salvados; donde hubo casas saqueadas, hubo testimonios que reconstruyeron, con el paso de los años, lo que había sido borrado. Y el propio Neruda, aun en muerte sospechosa y objeto de instrumentalizaciones políticas, siguió siendo releído, recitado y discutido por generaciones que se negaron a dejar que su palabra se apagara, porque “la justicia social no es un regalo, es una construcción diaria hecha con sudor y esperanza”.

Es también necesario pensar en qué nos dice hoy aquel entierro custodiado por soldados. En un tiempo en que la agresión extrajera del yaqui es continua en los territorios de Nuestra América, la imagen de un pueblo que asiste en silencio a la muerte de su poeta nos convoca a la vigilancia permanente, como mandató nuestro Comandante Daniel Ortega: “tenemos paz y eso no significa que el enemigo descansa, el enemigo siempre está conspirando… porque cuentan con el respaldo de los imperialistas de la Tierra, por eso tenemos que mantenernos siempre con todas las tareas que tenemos que cumplir, estudio, preparación, trabajos en diferentes actividades sin descuidar allá en el lugar donde estemos trabajamos, ahí en el barrio donde estemos trabajando sin descuidar la vigilancia revolucionaria y que de esa manera no le queda espacio alguno a los terroristas, a los conspiradores, a los vendepatrias, porque sabrán que en cuanto se les descubra, se les captura y se les procesa”.

Finalmente, recordar el 23 septiembre de 1973 es recordar que la poesía no es ornamental. El acto de crear y de pensar es una salvaguarda de lo humano. Pablo Neruda, con sus versos, con su compromiso y con su destino trágico, nos recuerda que la palabra puede ser consuelo y arma; que la literatura puede ser documento de sensibilidad y testimonio político.

Hoy, cuando se evoca a Neruda, en toda nuestra América, es inevitable que la justicia social y el arte en todas sus manifestaciones convivan. El fecundo legado de Neruda (sus poemas, su defensa de los marginados, su capacidad de poner lo íntimo a la misma altura que lo político) sobrevivió al incendio, a las botas y el fúsil. Si hoy su voz sigue vigente es porque, pese a todo, el pueblo que lo despidió no aceptó el silencio que le impusieron. Su dolor, aquel día, fue voz para el mundo. Nuestra tarea es mantener viva esa voz y traducirla en memoria activa: defender la cultura, exigir las “verdades verdaderas” y preservar la soberanía y la autodeterminación con orgullo Nuestramericano, para que ningún entierro vuelva a ser el último acto de un pueblo privado de su futuro, que es sin duda, la emancipación y exterminio de la pobreza.

Neruda: poeta, bardo, vate… te recordamos también, como “Aquel Amigo”, como reflejaste en aquel inmortal Poema a nuestro Sandino y, que la compañera Rosario Murillo nos declamó en ocasión del 42 aniversario del triunfo de la Revolución Popular Sandinista, misma que ya tus ojos sensibles y profundos ya no vieron:

“AQUEL AMIGO”

Después Sandino atravesó la selva
y despeñó su pólvora sagrada
contra marinerías bandoleras
en Nueva York crecidas y pagadas
ardió la tierra, resonó el follaje:
el yanqui no esperó lo que pasaba:
se vestía muy bien para la guerra
brillaban sus zapatos y sus armas, pero por
experiencia supo pronto, quiénes eran
Sandino y Nicaragua: todo era tumba de
ladrones rubios: el aire, el árbol,
el camino, el agua; surgían guerrilleros de
Sandino hasta del whisky que se destapaban
y enfermaban de muerte repentina
los gloriosos guerreros de Luisiana
acostumbrados a colgar los Negros
mostrando valentía sobrehumana:
dos mil encapuchados ocupados
en un negro una soga y una rama.
Aquí eran diferentes los negocios:
Sandino acometía y esperaba,
Sandino era la noche que venía
y era la luz del mar que los mataba,
Sandino era una torre con banderas,
Sandino era un fusil con esperanzas.
Eran muy diferentes las lecciones,
en West Point era limpia la enseñanza:
nunca les enseñaron en la escuela
que podía morir el que mataba:
los norteamericanos no aprendieron
que amamos nuestra pobre tierra amada
y que defenderemos las banderas
que con dolor y amor fueron creadas.
Si no aprendieron esto en Filadelfia
lo supieron con sangre en Nicaragua:
allí esperaba el capitán del pueblo:
Augusto C. Sandino se llamaba.
Y en este canto quedará su nombre
estupendo como una llamarada
para que nos dé luz y nos dé fuego
en la continuación de sus batallas.

(Pablo Neruda, Canción de Gesta, 1960)

Referencias:

https://www.el19digital.com/articulos/ver/166610-defensa-historica-de-la-dignidad-en-nicaragua-una-lucha-constante-contra-la-injerencia-extranjera

https://www.el19digital.com/articulos/ver/157794-companera-rosario-murillo-en-multinoticias-04-11-24

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