En el corazón de cada historia revolucionaria hay heridas que se convirtieron en fuerza, y rostros que aprendieron a resistir desde el dolor. Así lo recuerda el compañero José Antonio Martínez, un militante del Frente Sandinista de Liberación Nacional que, con voz pausada pero firme, revive los años más duros de su infancia, los mismos que sembraron en él el fuego de la justicia.
“Yo tenía apenas nueve años cuando conocí al Frente”, cuenta. “Vivíamos en Corinto, mi mamá era empleada doméstica y aquella noche pasó un joven que pidió permiso para cruzar el patio. Al día siguiente llegó la Guardia somocista, se la llevaron…
Entre silencios y recuerdos, José Antonio describe con dolor aquel momento que marcó su vida para siempre. “Cuando fui a verla, los guardias la estaban violando. Desde ese día, se me formó un odio, un rechazo profundo a ese aparato militar que tanto daño hizo a nuestro pueblo”, relata con la mirada fija.
Años después, tras la muerte de su madre, fue acogido por una familia en Chinandega. Allí, siendo apenas un adolescente, conoció por primera vez la bandera rojinegra. “Pregunté qué significaban esos colores y me dijeron que representaban la sangre derramada y la libertad. Desde entonces supe que ese sería mi camino”, dice con orgullo.
Su entrega no tardó en florecer. A los 11 años comenzó como mensajero, repartiendo volantes en las noches bajo el miedo constante de la persecución somocista. “Un joven me ofreció cinco pesos por regar volantes. Hablaban sobre el agua potable, la energía eléctrica, las viviendas… eran las demandas del pueblo. Yo no lo hacía por el dinero, sino por el deseo de ver justicia”, afirma.

Con el paso del tiempo, su compromiso se hizo más profundo. En 1976 fue convocado por un compañero conocido como Julio, y poco después, con los ojos vendados y el corazón lleno de incertidumbre, ingresó a su primera escuela de formación revolucionaria. “Hice el juramento del Frente ante dos fusiles cruzados y la bandera rojinegra. Ese era un pacto de vida, una promesa que uno no podía traicionar”, recuerda.
Con una Biblia en la mano José Antonio se convirtió en organizador, enlace y formador. Su misión: buscar colaboradores, garantizar alimento, medicinas y espacios seguros para la causa. “Los colaboradores fueron la base logística del Frente. Sin ellos, la Revolución no habría triunfado”, asegura.
Su historia también se cruzó con nombres emblemáticos. Recuerda haber estado en escuelas guerrilleras en Honduras, en el Cerro El Chonco, y en misiones orientadas por el Comandante Daniel Ortega y la Dirección Nacional del Frente Sandinista. “En enero de 1979 recibimos líneas concretas para intensificar la lucha. Era tiempo de sacar los fierros, de liberar al pueblo. Así se preparó el camino hacia el triunfo de julio”, narra con emoción contenida.
El 20 de marzo de 1979 enfrentó uno de los combates que marcaría su vida, allí perdió a un compañero, Rudy Mejía, a quien tuvo que enterrar con sus propias manos, en el patio de su casa. “Eran tiempos duros, pero también de esperanza. Sabíamos que estábamos escribiendo una nueva historia para Nicaragua”, dice con la voz quebrada.
Hoy, con la serenidad que da el tiempo, José Antonio Martín mira atrás y reconoce que su fidelidad al proyecto sandinista no nació de la conveniencia, sino de la conciencia. “La lealtad no depende de los bienes que uno tenga, sino de la conciencia adquirida. Yo juré lealtad al Frente porque el Frente me dio sentido, me dio patria, me dio familia”, expresa con convicción.
Su vida es un testimonio de resistencia, de amor al pueblo y de memoria viva. José Antonio, aquel niño que conoció la injusticia en carne propia, se convirtió en revolucionario por destino y convicción. Y como él mismo dice, “la Revolución se lleva en el alma, en la conciencia y en el compromiso con los que ya no están”.
