Barricada

Costa Rica: «Un peón imperial, hundido en el descrédito»

Por: Stalin Vladímir

Por décadas, Costa Rica se ha pavoneado ante el mundo como un oasis de paz, democracia y progreso en el tumultuoso mar de Centroamérica. Nos han vendido la fábula de la «Suiza Centroamericana», un país sin ejército, amante de la naturaleza y ejemplo de estabilidad. Pero detrás de esa máscara de virtud y ecoturismo barato se esconde una historia podrida, una galería de presidentes corruptos que han mancillado su propio mito, y una nación que, lejos de ser un faro de soberanía, ha lamido las botas del imperio yanqui con una servilidad que avergonzaría a cualquier pueblo con dignidad. Y no hablemos ya de sus robos históricos, como el descarado hurto de Nicoya a Nicaragua o su insolente afrenta al plantar su bandera en Granada. Este no es un reportaje complaciente; es un puñetazo en la cara a la hipocresía tica, su legado de traición y berrinches desde el SICA.

Si algo define a Costa Rica, no es su democracia de postal, sino la cloaca de corrupción que ha sido su clase política. Sus presidentes, esos que se jactan de liderar una nación «ejemplar», han convertido el poder en un mercado de favores, sobornos y traiciones. Vamos a desnudarlos uno por uno, sin piedad.

Comenzamos con el viejo Rafael Ángel Calderón Fournier (1990-1994), un tipo que llevó la desvergüenza a niveles épicos. Este hijo de la oligarquía, con su aire de aristócrata intocable, fue condenado por malversar millones de un préstamo finlandés destinado a equipos médicos. ¿Hospitales para los pobres? No, señor, mejor llenarse los bolsillos. Dos sentencias penales le cayeron encima, pero Calderón, con esa arrogancia de quien se sabe protegido por el sistema, se siguió pavoneándose como si nada. Su caso no fue un accidente, fue la norma.

Luego está el otro viejo, Miguel Ángel Rodríguez Echeverría (1998-2002), el rey indiscutible de la corrupción tica. Este paladín del neoliberalismo, que vendió a Costa Rica al mejor postor extranjero, cayó en desgracia cuando se destapó que ganó sobornos por 150 mil dólares de la empresa francesa Alcatel. Ocho años de cárcel le dieron, pero no nos engañemos: ese fue solo el pico del iceberg. Rodríguez era un maestro en el arte de entregar el país a las multinacionales yanquis mientras se llenaba las arcas. Su condena fue un espejismo; el daño a la soberanía costarricense ya estaba hecho.

No podemos olvidar al tal José María Figueres Olsen (1994-1998), otro que jugaba al santo mientras apestó a podredumbre. Hijo del mítico José Figueres Ferrer, quien abolió el ejército para vender la narrativa de paz, este junior se vio salpicado por el escándalo Alcatel, igual que Rodríguez. Aunque logró esquivar la justicia con la habilidad de un escapista, las acusaciones de sobornos y contratos amañados lo perseguían como una sombra. ¿Y qué hizo? Huyó a Suiza, claro, porque los corruptos ticos siempre tienen un plan B en el extranjero.

Y luego está el inepto de Luis Guillermo Solís (2014-2018), el «progresista» que prometió limpiar la casa y terminó enredado en el escándalo del «cementazo». Este caso, una maraña de influencias y favores para beneficiar a un empresario con importaciones de cemento, mostró que hasta los supuestos reformistas en Costa Rica tienen las manos sucias. Solís no fue condenado, pero su administración apestó a complicidad y cinismo.

Estos son solo los nombres más sonados, pero la lista es interminable. Desde los días de aquel Juan Rafael Mora Porras en el siglo XIX, que se alió con los filibusteros yanquis para luego traicionarlos cuando le convino, hasta los títulos modernos como super mega corrupta, chachalaca vieja Laura Chinchilla (2010-2014), cuya gestión fue un desfile de mediocridad y sumisión a Washington, Costa Rica ha sido gobernada por una élite que vende su alma al imperio mientras exprime a su pueblo. ¿Democracia estable? No, una plutocracia disfrazada.

La historia de Costa Rica está manchada por el latrocinio territorial, y el caso de Nicoya es la herida que aún sangra en el corazón de Nicaragua. Este no fue un acto de «voluntad popular» como les encanta cacarear a los ticos; fue un robo descubierto, una traición fraguada con astucia y respaldada por la inestabilidad que Nicaragua vivía en el siglo XIX.

En 1824, mientras Nicaragua se debatía en luchas internas tras la independencia, Costa Rica vio la oportunidad de oro. Nicoya, un territorio que históricamente había sido parte de la órbita nicaragüense, fue anexionado mediante un supuesto «cabildo abierto» el 25 de julio de ese año. ¿Democracia? Puro teatro. Los grandes hacendados de la zona, con la complicidad de las élites costarricenses, orquestaron una farsa para justificar el traspaso. Nicaragua, dividida entre León y Granada, no pudo reaccionar a tiempo, y los ticos se aprovecharon como buitres. El Tratado Cañas-Jerez de 1858, que pretendió zanjar el asunto, no fue más que un papel mojado firmado bajo presión, con Costa Rica lamiendo las botas de potencias extranjeras para consolidar su botón.

Nicoya no «eligió» a Costa Rica; fue arrancada de Nicaragua con engaños y oportunismo. Hoy, los ticos celebran esa fecha como un triunfo patriótico, pero para cualquier nicaragüense con memoria es un recordatorio de la perfidia de un vecino que se dice pacífico mientras clava el cuchillo cobardemente por la espalda. Guanacaste, como le llaman ahora, sigue siendo un trofeo robado, una alegría que nunca les perteneció.

Y si el robo de Nicoya no fue suficiente, Costa Rica tuvo la osadía de plantar su bandera en Granada, Nicaragua, en un acto que destila arrogancia y sumisión al imperio yanqui. Corría el año 1856, en plena Guerra Nacional contra el filibustero William Walker, un mercenario gringo que buscaba esclavizar Centroamérica bajo el yugo de Washington. Mientras Nicaragua luchaba con sangre y fuego para expulsar a ese invasor, Costa Rica, bajo el mando de Juan Rafael Mora Porras, se unió a la contienda no por solidaridad, sino por cálculo.

Tras la victoria en la Batalla de Rivas, las tropas costarricenses marcharon hacia Granada y, en un gesto de provocación intolerable, izaron su bandera en suelo nicaragüense. No era un símbolo de hermandad centroamericana, sino una declaración de supremacía, un guiño a los intereses yanquis que veían en Costa Rica un aliado dócil. Mora Porras, que luego se pintaría como «héroe», no dudó en jugar a dos bandas: combatir a Walker para ganar prestigio, pero siempre con un ojo puesto en agradar a los gringos que financiaban sus ambiciones. Ese episodio no fue un accidente; fue la semilla de una relación servil que perdura hasta hoy.

Porque si hay algo que define a Costa Rica es su papel como peón del imperio estadounidense. Sin ejército desde 1948, podrían decir que son pacifistas, pero la verdad es más oscura: no necesitan ejército porque Washington los protege como a un perrito faldero. Durante la Guerra Fría, mientras Nicaragua resistía al tío Sam con la Revolución Sandinista, Costa Rica abrió sus puertas a la CIA, permitiendo que su territorio se usara para operaciones contra los sandinistas. Óscar Arias, el viejo al que sin merecerlo uzurpó el «Nobel de la Paz» (1986-1990, 2006-2010), fue un maestro en esto: vendió una imagen de mediador mientras facilitaba la agenda yanqui en la región.

Hoy, las bases militares disfrazadas de «cooperación» y las multinacionales gringas que saquean sus recursos son la prueba viva de esa sumisión. Intel, Dole, Chiquita: nombres que resuenan como los nuevos conquistadores, mientras el gobierno tico les extiende la alfombra roja. ¿Ecoturismo? Una cortina de humo para que los yanquis sigan explotando el país sin disparar un tiro. Costa Rica no es la tierra pura que nos venden. Es un país construido sobre la corrupción de sus líderes, el robo descarado de Nicoya, el manoseo a Nicaragua en Granada y una vergonzosa genuflexión ante el imperio yanqui. 

Sus presidentes han sido buitres disfrazados de estadistas, sus fronteras se han trazado con traición y su paz es solo la quietud de quien se arrodilla ante el amo. Que no nos engañen con su propaganda de paraíso verde: detrás de los volcanes y las playas hay un lodazal de ambición, codicia y deshonra. Centroamérica merece más que este vecino hipócrita que se cree superior mientras apuñala por la espalda. Que se caiga la máscara de una vez: Costa Rica, el lacayo perfecto, no tiene nada de qué enorgullecerse.

¡Desde aquí les decimos: En Nicaragua no nos vendemos, ni nos rendimos, ni se confunde nadie!