Por: Fabrizio Casari
«Rusia a punto de atacar Europa es una invención propagandística. No ocupa un Estado de la OTAN. En su lugar, es Europa la que prepara planes para atacar a Rusia». Palabras y música de Vicktor Orban, Presidente de Hungría, miembro de la UE y de la OTAN. Uno puede albergar todo tipo de sentimientos hacia Orban, pero sus declaraciones sobre la escalada del rearme son imposibles de refutar.
Los 1.260.000 millones de dólares que gasta anualmente la OTAN en armamento suponen el 60% del gasto militar mundial, y se calcula que el aumento del actual 2 al 4% del PIB de cada país miembro, con la incorporación de Suecia, Noruega y Finlandia, ascenderá al 64% del total, con lo que el imperio unipolar se impone a Rusia y China por un margen abismal. Esto anula cualquier posible argumento sobre el necesario equilibrio militar y deja al descubierto la realidad de los números.
El mercado anglosajón de la guerra está muy agitado. Diez de las mayores empresas de defensa del mundo tienen actualmente una cartera de pedidos por valor de más de 730.000 millones de dólares, lo que supone un aumento de alrededor del 57% desde finales de 2017. El Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz (Sipri), muestra cómo la ayuda militar a Ucrania ha impulsado la compra de nuevas armas en Europa.
Los fabricantes estadounidenses son los principales beneficiados, con un aumento del 17% en las exportaciones totales, pero tanto los estadounidenses como los europeos afirman que la demanda es superior a la capacidad. Lockheed Martin y Rtx -entre los mayores fabricantes de armas estadounidenses, incluidos los Javelin, Himars y Patriots, vitales en teoría pero inutilizados por los rusos en el conflicto de Ucrania- han dicho que tardarán cuatro años en duplicar la producción: el doble de lo previsto. Alemania invertirá 100.000 millones de euros en armamento en los próximos tres años con una clara orientación ruso fóbica y Japón ha iniciado el mayor proceso de rearme de su historia en una evidente función anti china.
El ruido de hierro y plomo involucra a todos, incluso a quienes de día profetizan paz y derechos y de noche construyen armas y operaciones golpistas. La sueca Saab se ha expandido a India y apunta a Estados Unidos y la noruega Kongsberg está construyendo una segunda fábrica de misiles de ataque naval. La francesa Nexter anunció que la producción de sistemas de artillería César, que París suministra a Ucrania, ha aumentado de dos a seis al mes, con plazos de entrega reducidos a la mitad, hasta 15 meses.
El conflicto de Ucrania ha hecho que el mundo entero sea consciente de que la supuesta superioridad tecnológica de los sistemas militares occidentales era en gran medida un guión de Hollywood, pero no obstante ha hecho que quienes perciben esa superioridad como una amenaza tomen las contramedidas necesarias.
A Moscú no le faltan suministros: las cadenas de producción se han rediseñado para eludir las sanciones. Las fábricas de municiones, vehículos y equipos (todas de propiedad estatal) funcionan las veinticuatro horas del día y se han anunciado 520.000 nuevos puestos de trabajo en el complejo militar-industrial, que ahora da empleo a unos 3,5 millones de rusos, es decir, el 2,5% de la población. El modelo de crecimiento prometido por Putin prevé así no sólo el fin de toda dependencia de las economías occidentales y el crecimiento del polo tecnológico civil, sino también la capacidad de disuasión convencional y nuclear con la que garantizar la integridad y la independencia rusas.
China, consciente de que es un objetivo militar estratégico y último para el imperio en decadencia, al que gustaría debilitar su alianza con Moscú para poder aislar y golpear individualmente a los dos gigantes euroasiáticos, ofrece una nueva fase en su capacidad de defensa reduciendo enormemente el peso del dólar en sus reservas, anunciando sanciones para quienes la sancionen y mostrando a Washington cómo atacarla sería el último error de la historia estadounidense. El gasto anual en equipamiento militar pasó de 26.200 millones de dólares en 2010, a 63.500 millones en 2017.
¿Hacia dónde vamos?
Estamos en plena superposición de la economía de guerra a la economía financiera por parte del Occidente colectivo y ante la mayor reconversión industrial jamás imaginada. Lo que, unido a la acentuación de la crisis social y de valores del sistema liberal, incapaz de sostener un modelo hoy derrotado y para cuya salvación, prepara el más colosal reseteo del sistema político occidental.
Lo que emerge es la derrota de un modelo de gobernanza planetaria centrado en la dominación absoluta de 52 países sobre los otros 142. En juego el control total del mercado financiero y monetario, la circulación de mercancías y hombres, la organización del mercado de trabajo y la explotación de los recursos de mar, suelo y subsuelo, para mantener la dominación occidental a costa de conteniendo el crecimiento de las economías emergentes. Crecimiento también posible gracias a los modelos de globalización que Occidente había inventado para sostener su hegemonía en los cuatro puntos cardinales del planeta y que, como en la más clásica de las predicciones marxianas, junto con su poder también crearon sus sepultureros.
El rearme de Japón y Alemania se debe a la reconstitución de un bloque político-financiero y militar que responde a las necesidades de un sistema en retroceso donde se ha impuesto la idea de que sólo el aplastamiento de la competencia puede salvar su dominio planetario. Pero la violenta reafirmación de un orden imperial absolutista ha convencido a las economías emergentes, reunidas en los BRICS y otros organismos de alto nivel racional (como la OCS), de la inviabilidad de un acuerdo general que permita redefinir los equilibrios planetarios y la gobernanza de sus organismos vinculados por ciertos parámetros objetivos – peso económico, extensión geográfica, índice demográfico, posesión de tierras raras, capacidad militar, estabilidad sistémica e influencia política- en un marco de seguridad mutua.
A las demandas de los países emergentes de mayor representación y reparto de la gobernanza planetaria, la respuesta del Occidente colectivo ha sido un NO absoluto. NO a equilibrios distintos de los ya dominantes y, a cambio, desestabilización interna en los países no alineados, amenazas militares directas en sus fronteras, disputa de territorios y recursos fuera de toda lógica, pisoteo del Derecho Internacional, utilización sin escrúpulos de los organismos financieros, jurídicos y comerciales internacionales, políticas de sanciones (afecta al 73% de la población mundial) y utilización militar del Dólar para golpear los productos y el libre comercio en los mercados, con el fin de hipotecar las economías competidoras de EEUU y la UE y permitir la supremacía forzosa de los productos occidentales.
El aumento demencial del gasto militar confirma hasta qué punto el imperio unipolar es consciente de cómo su dominio – el más largo y extenso de la historia de la humanidad – se ve fuertemente desafiado por la aparición de potencias mundiales y regionales que ya no están dispuestas a contener su crecimiento económico y político en un marco de desarrollo limitado y protagonismo político irrelevante. Todo ello dentro de un marco obligatorio, con un papel que está siendo establecido sin apelación por el Occidente colectivo.
Sobre el terreno, sin embargo, la realidad ofrece imágenes de un imperio globalista cada vez menos manejable, con un atraso que perdura económica, productiva y militarmente, y del que se deriva una perdida constante de influencia política. La propia idea de la reconversión en el plano de la amenaza militar para encubrir las fragilidades que se han producido en el plano político y económico no ha funcionado: las duras derrotas sufridas en Afganistán y Siria, la incapacidad para gestionar Irak y Libia, la derrota sustancial en Ucrania, donde 52 países participan a todos los niveles en la guerra contra Rusia, consiguiendo únicamente el avance de Moscú sobre el terreno, representan la última página de la globalización unilateral iniciada en 1989.
¿Mantequilla o cañones?
Inevitablemente, el aumento de los gastos militares tiene como consecuencia inmediata la contracción de los gastos sociales. Y ello a pesar de que estamos en presencia del fracaso social de cualquier política de inclusión y equilibrio en el centro del imperio y ya no sólo en la periferia. En Italia, país que figura entre las 8 economías más ricas del mundo, cerca del 30% de la población renuncia a la atención sanitaria por falta de fondos. La Unión Europea en su conjunto cuenta con 107 millones de pobres (uno de cada cinco europeos) y Estados Unidos se enfrenta a más de 40 millones de ciudadanos que viven por debajo del nivel mínimo de subsistencia (uno de cada cinco estadounidenses).
En la apoteosis del modelo capitalista impulsado por el liberalismo, sólo las élites de los distintos países son receptoras de recursos y libertades. La manipulación mediática logra un éxito limitado: no consigue ocultar completamente el fracaso a nivel socio-económico (anunciaba una mayor inclusión y una mayor riqueza para todos) y de gobernanza (proponía la democracia exportada globalmente).
La tendencia a redefinir el equilibrio es imparable y la carrera armamentística dibuja la catástrofe de un sistema que ahora se ve obligado a acelerar el posible fin de la especie humana para no ver hundirse definitivamente su modelo de dominación.