Hasta el 19 de julio de 1979, Nicaragua estaba dominada por un dictador sanguinario, Anastasio Somoza, hijo de otro dictador sanguinario que se llamaba así mismo exactamente igual que él. Había estudiado en Estados Unidos en la Academia de West Point y, más que presidente, era jefe de la Guardia Nacional, un cuerpo armado creado, estructurado y entrenado por Estados Unidos para llevar a cabo la represión más feroz, aplastando en sangre todo tímido intento o incluso la simple idea de una autonomía nacional del país.
Bajo la familia Somoza, en definitiva, Nicaragua representó quizás el caso más clásico y evidente de una colonia estadounidense, brutalmente dominada por una banda de asesinos en nombre del poder imperial establecido en Washington, sometiendo violentamente a una población reducida a la más extrema pobreza y a una existencia absolutamente indigna de ser vivida. Franklin Delano Roosevelt había apodado a Somoza mayor «nuestro hijo de puta«. Es decir, un bastardo, pero un bastardo útil, una actitud bastante cínica, imitada de alguna manera por Draghi en algunas de sus posiciones de hace poco tiempo.
Los bastardos, sin embargo, tarde o temprano se quitan de en medio. En Nicaragua ocurrió hace exactamente 43 años: el 19 de julio de 1979, fecha de la insurrección desatada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional, organización guerrillera y partido político así llamado en homenaje al héroe histórico de la revolución nicaragüense, Augusto César Sandino, quien en los años treinta había combatido al imperialismo yanqui por el que había sido asesinado.
En Washington no se lo tomaron bien. Recuerdo haber ido a Nicaragua en 1986, siete años después, cuando la guerra civil fomentada por los Estados Unidos con el presidente Reagan estaba en pleno apogeo.
Te puede interesar: Canciller de Venezuela participa de la celebración de la Revolución Sandinista
Habían organizado y armado a los grupos contrarrevolucionarios (los llamados contra) llevando a cabo un sabotaje despiadado, compuesto por masacres de civiles y todo tipo de ataques indiscriminados, y llegando a intervenir directamente en algunos casos, como cuando decidieron socavar los puertos nicaragüenses para impedir cualquier conexión marítima entre el país reprobado y el resto del mundo.
La habitual solfa de acusaciones dirigidas contra cualquiera que se atreve a escapar de su dominación, como violaciones a la democracia y a los derechos humanos, siempre en el sentido puramente americano del término, fueron seguidas por medidas concretas que le costaron al pueblo nicaragüense un precio altísimo desde el punto de vista de las vidas humanas y también desde el trivialmente económico.
En 1986, la Corte Internacional de Justicia, con su fallo histórico, dictaminó que los Estados Unidos habían violado varias normas fundamentales del derecho internacional, incluida la más fundamental de todas las relativas a la libre determinación de los pueblos. Una sentencia que contribuyó mucho a la evolución del derecho internacional pero que nunca se llevó a cabo, ya que se suponía que debía tratar con el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, bloqueado por el veto estadounidense.
Diez años de guerra en cambio cedieron a estados Unidos que obtuvo en 1990 la elección de una candidata, Violeta Chamorro, sin duda más cercana a ellos. Después de 16 años caracterizados por diversos gobiernos de derecha que se alternaron al frente del país, el Frente Sandinista reeligió en 2006 a su histórico líder Daniel Ortega, quien desde entonces ha mantenido firmemente el cargo presidencial, siendo reelegido, con porcentajes crecientes de consentimiento, en otras tres ocasiones, la última en noviembre de 2021 con el 75,92% de los votos. En 2018 hubo manifestaciones contra el gobierno que dejaron varias víctimas.
Como de costumbre, Estados Unidos y sus gobiernos subordinados, después de avivar las llamas de la desestabilización violenta, han lamentado la violación de los derechos humanos, llegando incluso a imponer sanciones, castigo que generalmente se impone, a partir de la revolución cubana, a cualquier persona en América Latina o en otros lugares que se atreva a desobedecer o pensar con la cabeza. (seguramente también los infligirían a Italia, en la hipótesis de que hubiera un gobierno no lo suficientemente «atlantista», o si un partido saliera capaz de representar al actual 70% del pueblo italiano opuesto a participar de alguna manera en la guerra en Ucrania).
¿Qué lecciones podemos extraer de estos acontecimientos? Hay varios. La primera es que el pueblo tiene la cabeza dura y en América Latina ya no puede soportar la protección de Washington, como lo demostró recientemente el resultado de las elecciones colombianas.
La segunda es que un país pequeño no particularmente dotado de materias primas puede eventualmente lograr imponer su deseo de autonomía si se inspira en el principio de la dignidad nacional. La tercera es que la ley es importante, pero sólo se realiza si está respaldada por una voluntad política genuina y una organización popular fuerte correspondiente.
El cuarto, finalmente, que un proceso revolucionario, para seguir siéndolo efectivamente, debe permanecer fiel a su inspiración original, a saber, el interés del pueblo.