A fines de noviembre de 2022, en una agradable jornada cultural, después de abordar aviones, buses y taxis, pasar fronteras terrestres, aeropuertos, visitar espacios públicos y comerciales, locales al aire libre y cerrados en ciudades de Costa Rica, Panamá y Chile, he comprobado que, a pesar que en algunos sitios permanecen rótulos sobre el Covid-19, en ninguno existe restricción, no piden ningún documento relacionado, no exigen la mascarilla ni lavado de manos… No más del 20% de las personas, de manera opcional, principalmente mayores, usaban tapabocas. En Europa, más o menos hasta marzo de 2022, cuando terminó el invierno y la geopolítica mundial impuso nuevos temas de interés (Rusia-Ucrania-EE.UU.-OTAN-Europa), las noticias agobiantes sobre la pandemia que coparon en exceso los espacios informativos globales, se fueron extinguiendo y, aunque oficialmente la OMS no ha dicho que la pandemia concluyó, esta se extingue al dejarse de hablar de ella y, en todo caso es asumida como una enfermedad endémica que continuará su proceso de mutación estacional y que las personas mayores, con enfermedades crónicas, son las más vulnerables.
Hace tres años se comenzó a hablar de manera exponencial nunca antes visto en la historia humana, desde las plataformas convencionales y virtuales, de la identificación del virus SARS-CoV-2 en Wuhan, capital de Hubei, República Popular China (17.12.2019), que al poco tiempo se extendió a todos los países y confirmó el carácter cambiante con una difusa red de mutaciones con las que la humanidad tendrá que convivir y superar desde el fortalecimiento de la capacidad inmunológica individual y colectiva de las generaciones actuales y futuras, a pesar de las múltiples vacunas y tratamientos experimentales e improvisados que enriquecieron de manera astronómica a la gran industria farmacéutica y a los hábiles inversionistas que se aprovecharon del relativo riesgo real y del exorbitante miedo inducido que paralizó la vida económica y social del mundo, evidenció la concentración del capital, agudizó la exclusión y la pobreza, sembró duelo, dolor y desesperación en medio del aislamiento impuesto y la contagiosa desesperación; hubo manifestaciones diversas de los extremos positivos y negativos en el comportamiento humano, fue demostrada la urgencia indispensable de la solidaridad, responsabilidad y cooperación local e internacional frente al egoísmo aberrante, la desinformación brutal, la impotencia e imprevisión; ha sido un período del que la humanidad está obligada a aprender, no solo de los peligros objetivos a la salud pública, si no a la manera inteligente, responsable, coordinada y solidaria con la que debe actuar frente a futuros acontecimientos, para evitar el oportunismo, los mensajes mal intencionado, la manipulación inhumana que exacerba el pánico, el desborde de las emociones negativas y los bajos instintos que provocan “más daños que la enfermedad misma”.
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Tres meses después de aquel primer hallazgo, desde Ginebra, Suiza, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró que la nueva enfermedad provocada por el coronavirus 2019 (Covid-19), por su gravedad y los niveles globales de propagación, “puede caracterizarse como una pandemia” (11.03.20).
Este particular escenario que afectaba a la salud mundial, ocurría en la era de la información y la expansión tecnológica, permitía monitorear en tiempo real la evolución de la enfermedad, desbordaba las redes sociales con las más antojadizas y terribles especulaciones, agudizaba y generalizaba el pánico que se percibía inmediato y caótico, arrastraba a la ansiedad, a la inmovilidad, al encierro y aislamiento, a la imposición, desde las condiciones de cada nación, a radicales medidas de enclaustrar ciudades completas, impedir la movilidad, cerrar centros laborales, educacionales y de diversión –incluso parques al aire libre-, provocar, -además de las contingencias anteriores-, una aguda incertidumbre psicosocial cuyas consecuencias aún no han sido conocidas.
El llamado “distanciamiento social” que quizás, a lo sumo, debió llamarse “distanciamiento físico”, fue un mensaje pernicioso que movía a la discriminación y al egoísmo colectivo. El uso indiscriminado y obligatorio de mascarillas y el exceso de alcohol para las manos, tienen contraindicaciones, no solo porque fueron “el rostro con que se disfrazó el miedo”, sino por daños directos que el abuso de ambas prácticas trae. Las múltiples contraindicaciones por tratamientos, vacunas y procedimientos experimentales son indeterminadas. Sin embargo, la gran omisión que el sistema mundial no evidenció fue que, frente a esta y cualquier enfermedad, ante este y cualquier agente patógeno o alguna de las partículas del entorno que pueden afectarnos, la más sólida, segura y estable manera de enfrentarlo y asimilarlo era y seguirá siendo: fortalecer el sistema inmune, cuyos aspectos principales, está suficientemente demostrado, son asumir un estilo-actitud de vida saludable (“salud es estilo de vida”), que incluye la alimentación (“somos lo que comemos”), actividad física cotidiana evitando el sedentarismo (“mente sana en cuerpo sano”) y el manejo del estrés (“somos lo que pensamos”), y en particular, este último punto, contribuyó a colapsar la salud, agudizó las consecuencias del fenómeno y deprimió el sistema inmune de millones de personas que se derrumbaron desesperadas frente al riesgo que quizás, en un estado de serenidad, solidaridad y compañía afectiva, hubieran superado con éxito.
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Viendo en perspectiva al misterioso intruso que evidenció las fragilidades contemporáneas en el proceso evolutivo del fenómeno sanitario, insuficientemente conocido y sobre el que se han tejido las más diversas y contradictorias especulaciones científicas, académicas y políticas sobre origen, evolución y abordaje, observando con objetividad las radicales y desesperadas medidas asumidas en distintos escenarios geográficos, la premura de reaccionar ante la incertidumbre y hacer pagar el mayor costo a los sectores vulnerables, las erráticas e improvisadas acciones en distintos niveles mundiales y nacionales, si no prevaleciera la aplanadora desinformación que estigmatiza y excluye, si fuéramos capaces de ver con objetividad las buenas prácticas asumidas y las exitosas acciones acordes a la realidad nacional para proteger la vida y buscar los menores daños a la sociedad en su conjunto, tendríamos que reconocer que la manera serena y razonable, la prudencia y congruencia de las acciones emprendidas por Nicaragua con su sistema de salud pública, comunitario, solidario, preventivo y asistencial, resultará un ejemplo a estudiar junto a otros que implementaron un abordaje propio frente al grave y confuso escenario en la realidad concreta que vivían. Las circunstancias históricas, políticas, económicas, sociales y culturales de la digna nación centroamericana, amenazada por múltiples formas de agresión desestabilizadora financiadas desde el extranjero y utilizando sumisos instrumentos internos y externos, la llevaron a asumir un conjunto de medidas que, desde una visión integral, sin clausurar ninguna ciudad, sin suspender la actividad laboral ni el año escolar, sin impedir la libre movilidad de las personas ni impedir la ocupación de los trabajadores por cuenta propia, asumiendo la atención sanitaria de emergencia y prevención, sin exacerbar el miedo, asumiendo, entre grandes limitaciones la prioridad por el servicio con salud pública gratuita para atender con prontitud y hacer llegar, gracias a la solidaridad internacional y al compromiso del estado, la vacunación voluntaria a la mayor parte de la población.
A pesar que “aves de mal agüero”, prejuiciados descalificadores que se empeñaron en sembrar pánico, exagerar riesgos, desconocer las gestiones institucionales, difundir especulaciones tendenciosas, el estado y la sociedad asumieron lo que les correspondía para superar con responsabilidad el riesgo para proteger la salud colectiva y defender la vida, el mismo fenómeno que vivieron las economías más poderosas y las naciones más grandes del mundo y que puso contra la pared los cimientos de su funcionamiento, fue llevado con relativo éxito por Nicaragua, desde el menor costo humano y social posible conforme a su contexto y circunstancias, considerando las recomendaciones de las entidades especializadas internacionales, comprometidos y sin exclusiones, con esperanza y fe, acorde al bienestar común, con celeridad oportuna en la implementación del conjunto de acciones soberanas y solidarias, institucionales y comunitarias.