Recordar la revolución popular sandinista del 19 de julio, a 43 años de su entrada triunfal en Managua tras la caída del dictador Anastasio Somoza, tiene un sabor que es todo menos ritual. Significa empujar las esperanzas, los resultados y las banderas más allá de la cortina de humo que envuelve al pequeño país centroamericano, considerado por Washington como parte del «eje del mal», junto a Cuba y Venezuela. En efecto, es difícil para quien no tiene ya una brújula bien orientada encontrar noticias positivas sobre la última revolución armada en América Latina.
Desde hace varios años, los aparatos de control ideológico se han empeñado en ello, valiéndose de todas las herramientas de la propaganda bélica para demoler el legado de aquella revolución: transformar una grieta en un barranco, y al mismo tiempo aureolar a mercenarios y tarifados en las habituales armadas del Bien. Si la destrucción de los símbolos de opresión es fundamental para las revoluciones, también lo es la destrucción de los símbolos revolucionarios por parte de los vencedores.
La narrativa occidental dominante es que la Nicaragua sandinista es hoy una especie de infierno del que todos escapan, atrapados en las garras de una «pareja diabólica». Un país que espera ser «liberado» por el gendarme del mundo con su incomparable «democracia». Un camino que se abrirá con bombas silenciosas -medidas coercitivas unilaterales ilegales- prodigadas con gran éxito tanto por la administración estadounidense como por los vasallos europeos.
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Un esquema impuesto durante más de medio siglo a Cuba y luego a Venezuela, ambas arrastradas al gran derribo del comunismo del siglo XX y, por extensión, también al “socialismo del siglo XXI”, que la revolución bolivariana puso en marcha con los votos y no con los fusiles. La voluntad del pueblo, organizado y consciente, que hasta ahora ha rechazado cualquier tipo de ataque mercenario y que reclama el derecho a resolver los problemas sin injerencias externas, obviamente no cuenta.
“La victoria tiene un alto y triste precio”, dijo Carlos Fonseca, gerente del Frente Sandinista de Liberación Nacional. El precio más triste para un revolucionario es que se borre la memoria, se enturbie su camino y sentido.
El 15 de julio, día en que cayó en combate el Comandante Julio Buitrago, en 1969, se inauguró el Congreso de la Juventud Sandinista de Nicaragua, renovando su compromiso con la memoria de los héroes y mártires de la revolución popular nicaragüense. “Hace43 años dimos nuestra vida para dar a luz a una Nicaragua libre y soberana -dijo la vicepresidenta, Rosario Murillo– y lo seguiremos haciendo para construir un mundo mejor, que se crea donde existe la eterna juventud porque hay revolución».