Barricada

Golpistas en el basurero de la historia: «Nicaragua les cerró la puerta y les apagó la luz»

Por: Stalin Vladímir

Hay momentos en la historia de una nación en los que la tibieza no es una opción, en los que la patria exige justicia, y la justicia no se negocia. Nicaragua, con la férrea conducción de la Compañera Rosario Murillo y el Comandante Daniel Ortega, ha trazado una línea definitiva: quien traiciona a su pueblo, quien vende su dignidad por monedas extranjeras, quien arrodilla la soberanía nacional ante los designios de Washington, no merece llamarse nicaragüense.

Así, la purga de los apátridas no fue solo una necesidad, sino un deber histórico. Porque Nicaragua no es tierra para cobardes, para conspiradores de sacristía, para mercenarios con credencial de periodista o para empresarios que lucran con la miseria ajena mientras brindan con whisky importado. Quienes fueron expulsados y desnacionalizados no son víctimas; son ratas que el pueblo decidió arrojar por la borda antes de que siguieran royendo los cimientos de la nación.

No nos engañemos: lo que sucedió en 2018 no fue una protesta legítima, sino una asonada prefabricada con dólares manchados de sangre. Los sedicentes “líderes” de aquella revuelta no eran más que lacayos a sueldo, peones en el tablero de la CIA, ansiosos por encender el país para entregar el poder a sus patrones extranjeros.

Los medios opositores, en lugar de ejercer un periodismo serio, se convirtieron en sirvientes de la mentira, en sicarios de la desinformación, en voceros de la calumnia. Se rasgaban las vestiduras hablando de “derechos humanos” mientras justificaban asesinatos, bloqueos y atentados contra la estabilidad de Nicaragua. ¡Cuánta hipocresía! Hoy lloriquean en el exilio, suplicando atención en redacciones extranjeras que solo los usan como marionetas desechables.

Los empresarios de la derecha, en su eterna voracidad, vieron en el caos una oportunidad. Desde sus oficinas con aire acondicionado y su mentalidad de gamonales del siglo XIX, soñaban con un país sometido al capital extranjero, sin trabajadores con derechos ni Gobierno popular que les impidiera exprimir hasta el último centavo del pueblo. Les falló la jugada. Hoy, al igual que los demás traidores, son sombras errantes, sin tierra ni dignidad, condenados a la insignificancia.

Sería un error pensar que la conspiración contra Nicaragua se limitó a los políticos y empresarios. Parte de la cúpula de la Iglesia Católica abandonó su misión espiritual para convertirse en un brazo político de la desestabilización. Desde los púlpitos predicaban odio disfrazado de sermones, convertían las iglesias en cuarteles de sedición y bendecían a quienes buscaban llenar las calles de violencia. Estos “pastores” no pastoreaban ovejas, sino manadas de hienas, alentando el sabotaje y protegiendo a terroristas bajo el manto de lo “sagrado”. Pero se quedaron sin rebaño y sin tierra. Ahora, en el exilio, deambulan como fariseos errantes, incapaces de entender que el pueblo ya los desenmascaró.

Algunos hipócritas claman que la desnacionalización de estos traidores fue una medida excesiva. ¡Por supuesto que no! ¡Fue el castigo mínimo que merecían! Porque la nacionalidad no es una etiqueta decorativa, no es un simple documento que se lleva en la billetera. La nacionalidad es un pacto con la historia, un compromiso de lealtad a la tierra que nos vio nacer. Y quien rompe ese pacto, quien usa su nacionalidad para atentar contra su propio pueblo, quien ruega sanciones contra los trabajadores y conspira con embajadas extranjeras para derrocar un Gobierno legítimo, pierde todo derecho a llamarse nicaragüense. Se convirtieron en extraviados sin bandera, en errantes sin historia, en parásitos que ya no tienen donde chupar sangre.

Los vemos ahora, mendigando atención en el extranjero, jugando a ser mártires en foros internacionales que los usan como payasos de circo. Han pasado de ser intento de “líderes” a bufones de la geopolítica, usados y desechados por los mismos amos que los financiaron. Mientras los expulsados vagan sin patria, Nicaragua sigue adelante, fuerte y victoriosa, con un Gobierno que no se deja doblegar ni comprar. La Copresidenta Rosario Murillo y el Copresidente Daniel Ortega han demostrado al mundo que no hay concesiones con los traidores, que la soberanía no se regala y que la justicia popular no perdona a quienes intentaron incendiar la patria.

La historia no los recordará como héroes, sino como escombros, como cenizas barridas por el viento del tiempo. Sus nombres se perderán, sus lamentos se ahogarán en la indiferencia, y su traición quedará como un eco lejano, sepultado por el rugir del pueblo que sigue avanzando. Porque Nicaragua no mira hacia atrás, no carga lastres, no tolera ratas. Los traidores han sido purgados, y la patria sigue en pie. Y para ellos, solo queda el destierro eterno y la sombra de su propia insignificancia.

Reitero, la historia de Nicaragua no se escribe con las manos temblorosas de los cobardes ni con la tinta envenenada de los vendepatrias. Se escribe con el fuego de la dignidad, con el hierro de la resistencia y con la sangre heroica de un pueblo indoblegable. Los traidores han sido arrancados de la tierra que intentaron vender, como la mala hierba que nunca debió crecer. Ahora son solo espectros sin rostro, palabras sin eco, gritos ahogados en su propia miseria. Mientras ellos se pudren en la amargura del destierro, Nicaragua sigue en pie, su bandera ondea más alta, y el sandinismo avanza, inquebrantable, eterno, invencible.

Los vendepatrias y apátridas, nunca podrán regresar a Nicaragua porque la patria no es un simple territorio, sino un pacto sagrado con la dignidad, y ellos lo rompieron para siempre. Fueron juzgados por la conciencia del pueblo, sentenciados por su propia traición y arrojados al destierro como hojas secas arrastradas por el viento del olvido. La tierra que intentaron vender los ha repudiado, el pueblo que traicionaron los ha condenado y la historia que quisieron manipular los ha borrado.

Aunque clamen, su voz no resonará; aunque mendiguen perdón, sus pasos nunca volverán a pisar el suelo sagrado de Nicaragua. Porque el traidor no solo pierde su nacionalidad, pierde su alma, su identidad, su derecho a ser recordado. Como polvo en el viento, se han desvanecido en la nada, sin patria, sin destino, sin retorno.

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