«[…] Vamos a rendir honor y gloria a los participantes de esa gran hazaña, que rompió el silencio y que instaló el período preinsurreccional e insurreccional, que nos llevó a la victoria el 19 de julio de 1979. Heroico Comando Juan José Quezada, del Frente Sandinista de Liberación Nacional, y heroicos combatientes del Frente Sandinista, que como siempre cuando hay un sandinista hay valentía, hay valor, hay audacia y hay confianza en la victoria, victoria que son del pueblo nicaragüense».
Cra. Rosario Murillo, 26 de diciembre de 2023
El estallido que significó la toma exitosa de la casa de Chema Castillo el 27 de diciembre de 1974, se transformó, menos de cinco años después en el triunfo de la Revolución Popular Sandinista.
En el largo continuum de luchas hasta llegar al triunfo de la RPS, el Programa Histórico del FSLN fue el antecedente del periodo de acumulación de fuerzas en silencio. En el programa, escrito en 1969, encontramos un fragmento, que afirma: “El FSLN ha analizado con seriedad y gran responsabilidad la realidad nacional y ha decidido enfrentarse a la dictadura con las armas en la mano, ya que hemos llegado a la conclusión de que el triunfo de la Revolución Popular Sandinista y el derrocamiento del régimen enemigo del pueblo, surgirá como consecuencia del desarrollo de una dura y prolongada guerra popular”. Fragmento del Programa Histórico del FSLN, 1969.
El Programa histórico sirvió de base programática y sustento ideológico para consolidar el periodo de acumulación de fuerzas en silencio. El comandante Carlos Fonseca lo describía así: “Desde mediados de 1971 hasta mediados de 1974 tiene lugar en la montaña la actividad de los núcleos pre- guerrilleros […] A partir de entonces se da la transición entre la actividad organizativa clandestina y una situación de guerra”. Comandante Carlos Fonseca, Notas sobre la montaña 1976.
Crónica de una acción audaz
En el libro La Paciente impaciencia del Comandante Tomás Borge se narra la preparación organizativa previa y la acción militar:
“La Dirección Nacional decidió realizar una acción audaz para rescatar una constelación de cuadros que ya tenían varios años -algunos hasta siete- de estar en la cárcel.
Después de tomarnos un litro de café y de fumarnos una cajetilla de Esfinge, en la cercanía de una lluvia tumultuosa de agosto, por la madrugada, Pedro Aráuz me preguntó qué ideas tenía para liberar a los presos sandinistas.
Déjame pensarlo, le dije. Entonces él sugirió una idea que Carlos Fonseca ya había indicado como posibilidad. De inmediato, sin decirle nada, me autorreproché la pobreza de imaginación. Si, ¡ésa era la salida!
Ya habíamos descartado un plan temerario: la fuga de los prisioneros en complicidad con algunos guardias. José Benito Escobar y Daniel Ortega escribían larguísimas cartas con letra microscópica; en ellas insistían sobre la posibilidad real de la fuga, y en su confianza en los guardias reclutados.
Las cartas se leían con los ojos de lupa de Eduardo Contreras o con la lupa que guardaba Federico en su inseparable maletín, que abría con sonrisa misteriosa, esquivando revelar su contenido. Escogimos, para ocultar a los prófugos, la finca de un colaborador cercana a Jinotepe; exploramos todas las rutas de acceso, las vías de retirada en caso necesario, las armas para apoyar la hazaña.
Se me responsabilizó con los detalles; me puse al frente del grupo de conductores y del personal de apoyo que esperaría a los sandinistas prisioneros en el lugar acordado, cerca del penal de Tipitapa.
[…]
Una vez que se tomó la decisión, se dieron los primeros pasos para cumplirla. Federico me dio instrucciones alrededor del entrenamiento del grupo que se llegó a conocer como Comando Juan José Quezada. Se inició la búsqueda de una quinta para concentrar y darle entrenamiento militar a la futura unidad de combate.
Estuvimos a punto de alquilar una a orillas del río Tipitapa, la cual inspeccioné; no logro ahora precisar las razones por las cuales fue descartada. Por fin, se produjo el hallazgo de una quinta en Las Nubes, cerca de El Crucero, a pocos kilómetros de la capital, en plena sierra de Managua, donde hay frío, neblina, oscuridad.
Frente al Callejón de los Enamorados estaba la residencia, desde la cual se miraban el lago y las luces de la capital. La mayoría de los combatientes elegidos fueron concentrados desde los primeros días de octubre de 1974.
Un día de tantos, se reunió al grupo, se le dio un número a cada uno y, desde entonces, a nadie se llamaba si no era por su número.
Se les estructuró en tres escuadras, sin tener en cuenta ningún orden jerárquico. Nadie sabía nada. Los combatientes se interrogaban entre sí, especulaban. Me produce aún una intensa ternura recordar cómo los integrantes de aquella unidad de combate siempre creyeron que la acción sería en extremo peligrosa y, sin embargo, en ningún instante se les cruzó por la imaginación que no fuera posible.
[…]
En noviembre de 1974, el comando estaba listo para entrar en acción; pero, mientras tanto, no disminuía un minuto el entrenamiento.
Estaba lista la ropa que llevarían puesta, las medias que servirían de máscaras, los equipos individuales de pequeños auxilios, los pañuelos para amordazar si era necesario, y un sinnúmero de pequeños detalles: navajas, algunos alimentos, doscientas cosas.
Yo dirigí todo el entrenamiento. Tomamos iniciativas inusitadas para mejorar la calidad del entrenamiento. Aprendieron y enseñaron cómo reconocer y montar, con los ojos cerrados, las piezas de los fusiles y pistolas; incluso, desordenando de antemano todas las armas en piezas.
Se le hizo a cada uno la prueba de la granada, que consistía en rodar por el suelo una granada desactivada a la que se le había quitado el pasador y se le caía en forma accidental al instructor, para observar las diferentes reacciones frente al peligro.
[…]
Un día de aquel diciembre de 1974, por la mañana, alguien escuchó que se daría una recepción en homenaje al embajador norteamericano en casa de José María Castillo Quant. Creo que era algo parecido a una fiesta etcétera. Las ciento ochenta libras de Eduardo se movieron al ritmo de su excepcional agilidad mental. La decisión le brilló en el rostro con la misma intensidad con que, a veces, ponía en ráfaga la ternura.
Por la noche entró a funcionar el proyecto. Decidimos no asaltar un vehículo sino alquilar taxis y, después, apoderamos de ellos por la fuerza. De la residencia salieron en vehículos varios comandos del grupo de apoyo.
Yo partí hacia una finca cerca de la carretera a León. Por los protagonistas supe lo que ocurrió después. Uno de los conductores de los taxis asaltados protestó, afligido, y dijo:
– Ya me jodieron, hermano. – ¿Cómo, por qué te jodimos? -preguntó Germán Pomares. – Soy hermano de Catún Sandoval. Nadie va a creer que no estoy metido en esto. -Enseña la licencia.
En efecto, era hermano de Catún, un sandinista conocido. El hombre empezó a golpearse con violencia para provocarse cholladuras, así creerían que había sido sometido por la fuerza.
Durante el trayecto, Eduardo ordenó que abrieran y cerraran las puertas, para probar si funcionaban. Alguien no hizo caso, y eso casi le cuesta la vida: a la hora de bajar, con la violencia y la rapidez necesaria, no pudo salir. Olga lo ayudó, y fueron los últimos en llegar a la casa asaltada.
Se formó un semicírculo y se disparó contra todo lo que se movía. Hilario Sánchez, impetuoso, abrió la puerta de la casa a empellones. Alguien disparó contra los que estaban afuera, hiriendo a Róger Deshón. Germán corrió hacia la acera de enfrente, donde estaba un vehículo estacionado. Germán se había dado cuenta de que el hombre que les disparaba estaba cambiando de magazine y aprovechó el momento. Regresó con agilidad. Entró a confrontar los rostros aterrorizados del embajador de Chile, de los hermanos Gallo, del gordo Pataky.
Germán dijo: – La cagamos. Aquí no hay nadie que valga la pena. Lo que veo es un montón de mujeres. – Si están las mujeres, deben de estar los maridos -razonó Eduardo-. Hay que buscarlos.
Revisaron los roperos y encontraron un arsenal. Chema Castillo coleccionaba armas de guerra y de un solo golpe, cada guerrillero quedaba dueño de tres equipos, con reservas de parque para cada uno. Exigieron a la esposa norteamericana del calvo ministro de Relaciones Exteriores que llamara al marido. Ella dijo con voz chillona: My dear, my dear. Come out, please!.
Se produjo el segundo tiroteo. El enfrentamiento fue con la escuadra que cubría la cocina y el garaje. Una patrulla, que se aproximaba con lentitud, como olfateando el peligro, fue recibida por una lluvia de disparos. Algunos cayeron y otros abandonaron el vehículo y huyeron. Se pasó de la ofensiva a la defensa táctica, tal como se había previsto y para lo que estaban adiestrados.
El enemigo trató de abrir la puerta del patio, hizo un boquete y desde ahí disparó a ciegas. Germán accionó las armas y algunos guardias fueron heridos o se retiraron. Chema Castillo ofreció resistencia y murió. El hecho se ocultó a los invitados. Se le pidió a la hija menor que saliera con un pañuelo blanco, y a las otras mujeres que gritaran. Eso detuvo el fuego enemigo. Continuaba la preocupación por los rehenes. Germán repetía: no valen ni mierda.
Había una puerta que comunicaba con el patio contiguo. A los primeros rayos del sol, se envió a una de las mujeres rehenes para que explorara, y había algo en ella, cuando regresó, que despertó la malicia de Pomares. Los pies del Danto se movieron con el sigilo de un bailarín.
Al otro lado, temblando, algunos orinados, otros cagados en los pantalones, estaban los peces gordos: Montiel Argüello, el canciller; Danilo Lacayo, gerente de la Esso; el famoso Chato Lang, íntimo de Somoza; e Iván Osorio Peters. Sobre todo, estaba Guillermo Sevilla Sacasa, el cuñadísimo de Somoza -el marido de la reina del ejército, de la glotona Lilliam Somoza, de la muchacha del billete de a peso con una pluma de piel roja en la frente- que era un artista del alcohol y la buena mesa.
Ahora sí, nos sentimos reyes, dijeron los combatientes. Eduardo Contreras inició las negociaciones. Incluso, habló por teléfono con Somoza. El aspecto más difícil fue el del dinero. Se solicitaban cinco millones de dólares. Se argumentó que los bancos estaban cerrados, en Nicaragua no había tal cantidad. Pura mierda.
Eduardo Contreras, cuyo seudónimo para este operativo era Cero, pidió el parecer de sus hombres. Germán Pomares dijo que un millón -que era la cantidad ofrecida- no era nada, que sólo Guillermo Sevilla valía los cinco millones. La mayoría, sin embargo, se inclinó por aceptar el millón, ya que se había logrado lo fundamental: La liberación de los presos y la difusión de dos comunicados por radio, televisión y periódicos. Eduardo aceptó. El intermediario fue monseñor Miguel Obando y Bravo. Publicaron los comunicados. Los oí desde la finca en la que estaba oculto.
Fue discutido durante largo rato lo que se llamó, en el interior del comando, la retirada, es decir, los pasos a seguir una vez cumplidas las demandas: cómo llegar hasta el aeropuerto donde esperaba un avión de La Nica que los conduciría a Cuba, después de que el gobierno de ese hermano país aceptara a los prisioneros y sus libertadores. Se propusieron tres rutas y, en el último momento, el comando seleccionó una.
Llegó el autobús. Monseñor Obando entró a la casa y aseguró que todo estaba bien. Se le indicó al conductor dónde debía estacionarse.
Después de comprobar que en el autobús no había nada anómalo ni sospechoso. Germán retuvo al conductor, a quien se le ordenó bajar para registrarlo.
En ese instante se acercó un vehículo desde el que varias mujeres vieron con asombro lo que estaba ocurriendo; por un descuido, lo dejaron pasar a la zona prohibida, y los comandos, que no creían en nadie, estuvieron a punto de disparar. Monseñor Obando se dirigió a pie hasta el vehículo, dio una breve explicación a sus ocupantes y les pidió que se retiraran.
Eduardo y Germán Pomares iban cerca de la puerta. Los rehenes fueron colocados al lado de la ventana, los comandos al borde de cada asiento. El autobús fue identificado y las banderas del Frente Sandinista, que los compañeros desplegaron, fueron seguidas por motocicletas, automóviles, camarógrafos, fotógrafos, periodistas, todo el mundo. Nos saludaban con sus manos blancas, porque la cal estaba encima de las pieles oscuras. En los ojos de los albañiles había una luz que se fue con nosotros y nos acompañó en el combate de los días siguientes. ¡Qué recompensa! Ellos viven. Nosotros vivimos. Siempre estarán en nuestras vidas, dirían los comandos.
Llegan al aeropuerto. Ya los prisioneros liberados están en el avión”.
De la acumulación de fuerzas en silencio al estallido
Con la toma de la casa de Chema Castillo, el FSLN se consolidaba como uno de los movimientos guerrilleros mejor organizados, capaz de emprender acciones militares de gran envergadura, que necesitaban de una compleja preparación clandestina y una minuciosa articulación territorial en la retaguardia.
La acumulación de fuerzas en silencio y el éxito de la toma de la casa de Chema Castillo menos de cinco años después fueron la base para la insurrección de octubre victorioso: “Octubre constituyó incuestionablemente un anuncio del reconocimiento de la lucha de las masas y su participación beligerante como sus protagonistas directos de hechos combativos, fue la primera clarinada de la gran insurrección, que, en su ofensiva final, daría al traste con la tiranía”. Cmdte. Carlos Núñez Téllez, 1981.