Barricada

Claudia Chamorro, mujer decidida y valiente guerrillera

Este 9 de enero de 2022, la militancia sandinista conmemora el 45 aniversario del paso a la inmortalidad de la militante Claudia Chamorro, quien cayó en un desigual combate con la Guardia Nacional en Las Bayas, Matagalpa; ejemplo de entrega y compromiso con el pueblo y la causa sandinista. 

En esta ocasión, proponemos a nuestros lectores, un extracto del noveno capítulo del libro La Marca del Zorro, hazañas del comandante Francisco Rivera Quintero, quien fue su responsable político-militar por órdenes del comandante Carlos Fonseca y quien además, luchó junto a ella en sus dos últimos combates, el 10 de noviembre de 1976 y el 9 de enero de 1977, fecha en la que sembró su vida, siendo fiel a sus ideales sandinistas:  

Y ahora es tiempo de hablar de Claudia Chamorro, la compañera “Luisa”. Era una muchacha que asombraba a los campesinos por su belleza. La Yanka, le decían, porque era alta, rubia, de ojos gatos. Ella, al principio, se disgustaba por eso. —Bueno, compa, —me reía yo frente a su enojo—, eso no es ninguna ofensa, porque también hay yankis pobres, que no son enemigos de nosotros. No todos los yankis son invasores, ni burgueses, ni millonarios. Pero ella no cedía: —No me gusta que me digan Yanka, y punto. Hasta que se acostumbró.

Ya dije que había entrado a la montaña en abril de 1976 acompañada de Carlos Fonseca, y la encontré en San José de las Bayas. Yo creo que se había metido a la guerrilla sin mucha conciencia de la lucha, persiguiendo la cercanía de Carlos Agüero, que era su compañero. No tenía para entonces ningún entrenamiento militar, ni idea de lo que era la vida en la montaña, y en las discusiones que se formaban entre nosotros al principio, yo la oía expresarse, y me engüevaba su mentalidad, su manera de opinar. Claro, entre los dos había una enorme distancia, que hacía difícil el entendimiento; era una niña high life, de las familias oligárquicas de la Calle Atravesada de Granada, y yo, el hijo de un carpintero del barrio El Zapote, en las rondas de Estelí.

Pero fue cambiando La Yanka. Tuvo un cambio rapidísimo, y pronto dejó aquellas posturas de señorita mimada, asimilando las enseñanzas de Carlos Fonseca, las enseñanzas de Carlos Agüero, y las modestas enseñanzas que los demás podíamos brindarle, aprendiendo de todos en las conversaciones y discusiones, aventajada en el entrenamiento militar que Juan de Dios Muñoz y yo le dimos, entre junio y agosto, por instrucciones del propio Carlos Fonseca, a ella y a los demás compañeros del grupo que había llegado con él. Ya después, olvidando todos sus humos, chineaba a los niños de las campesinas y platicaba con las mujeres en los ranchos, les ayudaba en los oficios, como si siempre hubiera sido una de ellas. 

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Tuvo su bautizo de fuego en septiembre, cuando le tocó combatir junto a Carlos Fonseca, en la ocasión en que los jueces de mesta asaltaron el campamento en San José de las Bayas, y allí sorprendió a los demás por su serenidad y su coraje; y cuando combatió junto a mí el 10 de noviembre, lo hizo con la misma entereza. E igual después, cuando cayó. Y mi recuerdo de ella ahora, sobre cualquier otro, es el de una mujer valiente, decidida, heroica a la hora del combate y a la hora de morir, negándose ya herida a retirarse, para que me retirara yo.

El comandante Rivera continúa su relato sobre sus vivencias en la montaña junto a la compañera Claudia Chamorro, explicando que en los primeros días de noviembre de 1976, el comandante Carlos Fonseca, dividió en tres grupos a los once compañeros que estaban junto a él en ese momento, para cumplir distintas misiones.  El tercer grupo estaba constituido por “El Zorro Rivera”, Claudia Chamorro y dos obreros de León. 

Después que se separaron, no volverían a ver nunca más al Comandante Carlos, quien cayó en combate el 7 de noviembre de ese mismo año. El 10 de noviembre Francisco Rivera reflexionaba sobre todos los compañeros que habían caído recientemente cuando sonaron los disparos, porque nos estaba cayendo encima la guardia – continua su relato –. Yo corrí a buscar mi arma, me puse a la par de la Claudia, y juntos nos parapetamos y empezamos a responder el fuego. Los otros dos muchachos, Leonel y el 113, desconcertados, se desbandaron, abandonaron el combate sin orden, y nos quedamos solos los dos, la Claudia y yo, volando pija, hasta que pudimos evadir el cerco y retirarnos hacia otro sector en la misma comarca de San José de las Bayas.

Varios días busqué afanosamente a los otros dos compañeros por Cusulí, por Waslala, por San José de las Bayas, me aburrí rastreándolos por aquellas comarcas, pero nunca aparecieron. Yo quería rehacer mi grupo para cumplir con las órdenes de Carlos, seguir trabajando como si la reunión siempre fuera a darse, aunque la fecha ya hubiera pasado. Supe después que Leonel se enfrentó solo a la guardia, el 22 de noviembre de ese mismo año, y cayó en el combate. Y supe también que el otro, el 113, embuzonó su arma, y en diciembre trató de salirse del monte, por Jinotega. Lo capturaron, lo torturaron y lo asesinaron.

Fracasada la búsqueda de los dos compañeros perdidos, seguimos moviéndonos por las mismas comarcas, sin alejarnos de Cusulí.

Solos los dos en el monte, ocultándonos en el día, con pocas municiones y sin nada en las mochilas para comer, buscábamos alimentarnos con caracoles, pescábamos en los parajes apartados de los ríos, cortábamos frutas silvestres, y a veces nos aventurábamos a meternos en alguna casa para comprar provisiones; y si teníamos suerte lográbamos que nos vendieran guineos, algo de azúcar, alguna cuajada.

Vigilábamos los ranchos desde las cuatro de la tarde, y ya cuando empezaba la oscurana nos metíamos, unas veces yo solo, haciéndome pasar por guardia, otras veces los dos, como una pareja de campesinos, o abiertamente como guerrilleros, dando la cara.

Y dejábamos huellas falsas, hacíamos gran alboroto aparentando que nos retirábamos por un rumbo distinto. Mañas para poder subsistir.

Y si sabíamos que el enemigo andaba cerca, mejor aguantábamos el hambre. Porque si en esas situaciones uno no se controla y se desespera por un trago de agua, por un bocado de comida, puede pagar con la vida como le sucedió a algunos compañeros. 

Y así llegamos a diciembre siempre solos, siempre andando de un lado a otro. Y vino entonces la Nochebuena.

Esa Nochebuena de 1976 logramos conseguir pozol, un poquito de azúcar y una gallina cocinada. Y nos sentamos en el monte, escondidos, a esperar que dieran las doce de la noche para cenar bajo el cielo cundido de estrellas, recordando cada uno, con tristeza inevitable, los días de la infancia.

Entonces, haciendo rumbo por la comarca de Dipina, nos dio el 9 de enero de 1977 en un lugar que llamaba La Cosquilla. Arrimamos a una finca donde había un cañal abandonado, que descubrimos por el ruido que hacían en la hojarasca unos animales, vacas, terneros y caballos que andaban sueltos en el plantío. Era una bendición para nosotros el cañal. Nos metimos con mucho sigilo, procurando que no se espantaran, y como si fuéramos otros tantos animales entre ellos, agazapados entre las matas nos pusimos a comer cañas, pelándolas con los dientes, y después a cortarlas en trozos para guardarlas en las mochilas.

En medio del cañal estábamos, como a unos veinte metros de distancia el uno del otro, entregados al oficio dichoso de cortar las cañas, cuando apareció la guardia.

 — ¡Los pintos! —gritó la Claudia, que fue la primera en advertirlos.

A sus voces de alerta, yo busqué de inmediato el amparo de un tronco y me tendí en posición de tiro. Ella logró arrastrarse hasta otro tronco quemado que tenía cerca, se parapetó, y empezamos a combatir. Y tras el primer intercambio de disparos, la hirieron. — ¡Chelito! —Me gritó, porque sólo así me decía, chelito—, ¡retírate, que te van a matar como a mí! Y yo, sin dejar de disparar, le grité a mi vez que se arrastrara entre las cañas a como pudiera, que se retirara ella, que yo la iba a cubrir. Pero era obcecada. En el combate anterior que habíamos tenido el 10 de noviembre, no quiso hacerme caso cuando le ordené que se retirara, y tuve que retirarme yo primero para que me siguiera.

Esta vez fue lo mismo. En sus gritos no dejaba de insistir en que me retirara yo, porque si no, me iban a matar también. Y seguimos gritándonos así, disparando yo y disparando ella que ya estaba mal herida. Nos lanzaron varias granadas de fragmentación. Una granada voló hasta su parapeto, vi el resplandor que la envolvía, y después de la explosión, vino el silencio. Ya no gritó nada más, y se calló también su fusil. Hasta entonces busqué la retirada. Me di vuelta, descubrí un hoyo, retrocedí entre el cañal hasta alcanzar el hoyo, me desguindé por una depresión del terreno, y me fui.

Todavía la oigo, diciéndome sin dejar de apretar el gatillo: ¡Chelito! ¡Retírate, que te van a matar como a mí! Por eso sostengo que fue una mujer como ha habido pocas. Más valiente en la hora del combate y en la hora de la muerte, que muchos hombres que yo he conocido.

Actualmente sus restos descansan en el cementerio municipal de Granada, sin embargo, a cuarenta y cinco años de su siembra, la compañera Claudia Chamorro vive en las nuevas victorias del pueblo, en los logros de las mujeres nicaragüenses a través de la Revolución Sandinista; CDIs y barrios llevan su nombre en Managua, así como la Casa de la  Mujer en Granada, como un homenaje póstumo a la vida valiente y combativa de esta guerrillera sandinista. 

¡Honor y gloria a nuestros héroes y mártires!

Fuentes  

La Marca del Zorro, hazañas del comandante Francisco Rivera Quintero, mayo de 2016.